CAPÍTULO 32

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I

El rey, Dorian I de Alangtrier, discute con su primogénito

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El rey, Dorian I de Alangtrier, discute con su primogénito. Las personalidades de ambos son feroces y no están acostumbrados a recibir contradicciones o negativas. Edward ha aprendido de su padre que, como príncipe que es, tiene derechos y privilegios que otras personas no poseen, que sus caprichos deben ser concedidos y que sus sugerencias tienen que ser aceptadas siempre. Son egocéntricos, arrogantes. Lo que el más joven desea se opone directamente con lo que el mayor considera posible.

El debate comenzó con educación, pero sus voces se oyen ahora a través de los muros y hasta el corredor que está fuera de los aposentos del monarca. Si Edward no se rinde pronto, corre el riesgo de morir a manos de Dorian.

Los observo y me pregunto por qué solo los tiranos llegan al poder. ¿Será acaso que el poder es lo que convierte a los mortales en déspotas? ¿U ocurre que los déspotas son los únicos con suficiente ambición como para aplastar al resto y llegar al poder? En mi casi infinita existencia no he conocido a un solo líder cuyo frimt fuera más fuerte que su vert.

Sin importar la forma de organización política de los humanos, la época o la situación socioeconómica del sitio, el gobernante es siempre injusto y cruel, en menor o mayor medida. Está corrompido y busca su propio beneficio —riquezas, fama, mujeres o la forma de mantenerse en un espacio de poder por el resto de sus breves vidas—, aunque eso signifique destruir la existencia de una población completa.

Sospecho que el poder y la corrupción van de la mano. Que no pueden existir el uno sin el otro. Quien gobierna sin maldad es aniquilado por aquellas personas inferiores que desean obtener poder, lo que lleva de forma irrefutable a que toda estabilidad social se base en el liderazgo de un mortal maligno, más cruel y despiadado que aquellos que anhelan ocupar su espacio.

Dorian, por ejemplo, no podría haber sido rey sin haber matado, engañado y amenazado a otros. El joven de dieciocho años al que conocí no poseía ambiciones ni deseos de grandeza. Sin mí, él estaría hoy casado con una doncella de la nobleza inferior o con la hija de un comerciante adinerado; pasaría sus días detrás de un escritorio redactando cartas a clientes y a empleados, al igual que lo hacía su padre. Estaría, en definitiva, en el mismo sitio y con el mismo estatus con el que nació. Una vida desperdiciada por la falta de egoísmo y de maldad.

La bondad no lleva al éxito ni a la cima. Pero ¿vale la pena entregarse a la oscuridad y perderlo todo, salvo la ambición, en el camino? Es una pregunta para la que nadie tiene una respuesta certera. Ni siquiera yo, aunque en realidad no me importa demasiado hallarla. Soy un ser simple: la crueldad es más entretenida, y por eso la prefiero.

—Ya te he dado mi ultimátum. Vete, Edward —amenaza Dorian.

—No, padre. No me marcharé sin una explicación. ¿Por qué debo utilizar esta estúpida máscara? ¿Por qué debemos cubrir nuestros rostros? ¿No has nacido acaso con el don de la belleza? ¿Por qué lo ocultas? Y, más importante aún, ¿Por qué tenemos que pagar los demás por tu propia decisión de esconderte?

Condenar a Dorian Gray (RESUBIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora