¿Alguna vez has visto al cielo a media noche? En esta ciudad contaminada, llena de polvo y cables engarzados que ahorcan zapatos. ¿Alguna vez te preguntaste el por qué de las cosas? El sufrimiento, el dolor... las pérdidas. Cuando crecí entendí de eso. Cuando crecí decidí que sería la persona con la sonrisa más grande del mundo y que no temería a nada. Con el tiempo, la vida misma luchó contra mí. Cortó mis alas. Apagó mi aliento. Me amarró los pies para no seguir corriendo. ¿Hay acaso castigos para inocentes que se sienten culpables? ¿Hay un lugar donde reposen los soñadores? En las pesadillas me siento viva, tanto que al despertar, me quedo contemplando a la nada.
¿Existe aquello que llaman amor? Tan desdichado y podrido corazón, que te emocionas tanto al ver el infinito. Prefieres enamorarte de estrellas antes que de carne y sentimientos. Surcas los cielos en busca de cometas con forma de claveles, pues siempre quisiste tener un patio lleno de ellos. ¿Alguna vez... soñaste con regresar el tiempo y salir huyendo? Remediar las cosas, sanar heridas, enmendar aquello que ya no puedes.
Aquí empieza mi pequeña historia, una que algún día espero llegue a ojos vivos... antes de que los míos se apaguen... poco a poco.
Leonora se columpiaba al compás de una melodía que lanzaba destellos al sol. Reía. Reía tanto, como un escritor de mundos, como un payaso en pleno acto. Por dentro su corazón bullía como cien fogones. De pronto su aliento se detuvo y cayó al suelo. Cuando despertó se dio cuenta de que su cabeza sangraba por aquel golpe. El chirrido de aquella mecedora flotante la aturdía. Oscurecía, el cielo comenzaba a apagarse. Nadie vino en su ayuda, nadie a quién pedir auxilio. Todos en el parque se habían marchado.
Se puso de pie y se colocó de nuevo los audífonos. No le gustaba caminar en silencio, este la tragaba en sus fauces y sentía que se le iba el aliento. Veía los anocheceres como uno contempla al cielo preguntándole cosas. Su mundo volvió a ser feliz, la música disfrazó su pesadumbre. A lo lejos un relámpago iluminó la ciudad. Una tormenta se acercaba tan violenta y amenazadora, como los abrazos después de una traición, como los besos amargos que deja la desilusión. Ella sonreía a pesar del dolor. Caminó por un largo tiempo hasta que notó que las calles seguían solas, ya el sol se escondía del lado opuesto de la tormenta. Levantó una mano y le dijo adiós. Giró la vista al frente y comprendió que ni un paraguas la salvaría de un remojón que caería en ella de una nube que vomitaría cascadas a las calles. Nadie habitaba, ni mujeres ni niños, ni adultos ni ancianos; ni perros ni gatos. La música seguía, ella tarareaba, luego cantaba. Daba un concierto a un público mudo y desaparecido. Sus palabras le gritaban a un pueblo sordo que no quería escuchar algo que no fuese aquello a lo que estaban acostumbrados. Aquel nubarrón parecía venir en cámara lenta, se detenía a pedir permiso en cada bloque para dejar caer sus lágrimas frías y dolorosas.
—<<¿Te duele caminar, mi querida Leonora?>>
—Tanto que mi parco peso asesina hasta mis huellas...
—<<Entonces, ven a mí>>
Allá caminaba, alegrando la vida de las sombras y los fantasmas. Llevando su lucha interior a una búsqueda de paz y armonía con el universo. Pronto el chubasco limpiaría el sudor y la sangre de su frente. Su sonrisa se hizo más grande, sus ojos se abrieron tan profusos y bellos. Giró en un callejón y los edificios parecieron gigantes a punto de aplastarla. Ella los miró, todas las ventanas lucían tristes, apagadas. Tras otro relámpago pudo distinguir el polvo acumulado por los años. Eran los edificios abandonados, las torres enceladas les llamaban. Tan cerca que solo un terremoto las haría tocarse. No sin antes desintegrarlos y hacerlos ruinas. Y en ese momento, cuando estuviesen en pedazos, la lluvia limpiaría lo más profundo de sus habitaciones. Terminó de cruzar el callejón y se detuvo en la esquina. Miró a ambos lados de la calle, cerró sus ojos y se enfiló a su suerte, si alguien llevaba las luces apagadas ella no escucharía el claxon.