—He traído un regalo, Su Majestad Imperial. Un presente para celebrar nuestro compromiso y próxima boda.
La hermosa y delgada mujer, postrada a los pies del trono, sonreía apacible al término de sus palabras. Ella era elegante e iba preciosamente vestida con un hanbok ceremonial; tenía el cabello adornado con accesorios de oro que tintineaban en cada movimiento y acompañaban la melodía ligera de su voz. Su mirada permaneció fija en el piso, siendo la grácil imagen de la sumisión. Ella era una princesa de un reino vecino, criada para estar allí, para servir de emperatriz y esposa consorte.
El emperador alfa, Jeon JungKook, fue su mejor amigo desde que ambos se conocieron en la infancia. Los padres de Lisa enviaron a la niña al reino del futuro emperador para que fuese criada como una dama de la nobleza y conociera las costumbres del país. Si iba a ser la emperatriz, necesitaba conocer de la cultura de su pueblo; así que ella vivió ahí durante diez años, en los que pudo convivir con su prometido un par de horas al día, jugando y siendo cómplices de travesuras hasta que se hicieron muy mayores para ello y pronto ella tuvo que partir a su lugar de nacimiento.
El momento de cumplir su misión y ser desposada había llegado.
Después de diez años sin verse, a pocos días de haber cumplido los veinticinco, Lisa por fin volvía a ver a su prometido. En su vientre no habían mariposas, y a su corazón no lo agitaba el nerviosismo, porque ella no estaba enamorada, no del hombre al que fue prometida. Lisa amaba a JungKook como se amaba a un buen amigo, y ese sentimiento era recíproco.
—Basta, Lisa. Por favor, ponte de pie —pidió el susodicho. Estaba tan risueño y sonaba tan dulce, que a la mujer hizo sonreír—. Eres mi prometida, no un súbdito.
Lisa asintió, pero aún así no levantó cabeza.
—Es así, Su Majestad Imperial —aceptó—. Me temo que debo pedirle primero que acepte mi regalo y entonces podré ponerme de pie.
Ella no necesitó mirar para imaginarse la sonrisa burlona del gobernante. JungKook sacudió su mano, riéndose brevemente. Si eso era lo que ella necesitaba para dejar atrás las formalidades que entre ellos no hacían falta, él la complacería.
—Está bien, entonces, lo acepto —dijo, aunque todavía no lo había mirado. Ella se mostró tan complacida, que al fin alzó su rostro y lo observó por vez primera—. Muéstrame ese regalo tuyo.
Lisa desbordó felicidad a causa de su afirmativa respuesta, irguiéndose poco a poco. La doncella Jennie acudió a su lado para ofrecerle su mano y ayudarla a estar de pie. Después de eso, la futura emperatriz pronunció la orden de traer el regalo dispuesto para el emperador, y las demás doncellas, que hasta entonces estuvieron rezagadas a unos metros de distancia y tan juntas que parecían ocultar algo, se dispersaron para mostrar la silueta de una persona cubierta de pies a cabeza por una túnica larga y velos color marfil.
—Acércate —llamó la prometida del emperador.
La figura obedeció, con pasos silenciosos caminó hasta postrarse frente al trono, como antes estuviera la princesa. Quitó los broches que sostenían su velo y túnica, y los mismos cayeron de su cuerpo.
De cabello rubio, labios irresistiblemente gruesos, tez de porcelana y rasgos hermosos, el regalo para Su Majestad se reveló ante los ojos de los presentes.
Un omega.
El jovencito no podía tener más de veinte años, pues su rostro dulce evocaba rastros de una adolescencia recién dejada atrás y todavía poseía un aura de pureza demasiado encantadora.
Aquello bien podía ser un pecado.
Su cuerpo era esbelto, mas no delgado, tenía curvas donde Lisa no, y los músculos del abdomen ligeramente marcados. Había en él joyas doradas, resplandeciendo en contraste con su piel nívea. Joyas en sus pezones descubiertos y en el gracioso ombligo provocador.
El emperador, que antes estuviese relajado sobre su trono, irguió su torso y se incorporó repentinamente, impulsado por la sorpresa de ver delante de sí al que portaba el título de regalo real. Tan absorto en la preciosa vista del muchacho, ni siquiera se percató de la sonrisita que ocupó los labios delgados de su prometida.
El muchacho inclinó su torso. Los cabellos cubrieron sus facciones, sus manos tocaban el suelo y la exquisita espalda alcanzó a ser captada por aquellos ojos hambrientos.
—Cuide bien de mí, Su Majestad Imperial —pidió por sí mismo el hermoso obsequio. La vocecilla repiqueteó en toda la estancia, símil a una campanilla de viento.
Y si el emperador no tuvo suficiente con la visión erótica de su cuerpo semidesnudo, fue la insinuante voz del muchacho la que terminó de esfumar el último gramo de cordura que todavía no le había abandonado hasta el momento.
Ojos como piedras preciosas, labios de terciopelo y piel de porcelana. Una voz que imita el sonido de los cascabeles y que podría arrullarme en las noches de desvelo.
Si la perfección fuera real, el omega frente a mis ojos sería la muestra de ello.
Los dioses tengan misericordia de mi alma si es pecado admirar su belleza. No temeré ser castigado por mi osadía con tal de recibir una mirada suya.
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El regalo del emperador «KookMin» [En edición]
RomanceEl emperador JungKook contrae matrimonio con la bella princesa Lisa, del país vecino. Pero una noche, días antes de la boda, alguien descubre al emperador mientras este observa al sirviente de la princesa, Jimin, tomando un baño. Empiezan a correr...