Capítulo 40: Ritual.

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Cuando atravesamos el marco de la puerta de mi habitación, Sabrae giró sobre sí misma como una experta bailarina y, con la mano aún agarrándome con determinación la mía, se puso de puntillas y me dio un beso en los labios que decoró con una risa, colocándole así la guinda del pastel. Me estremecí de pies a cabeza al escucharla, pues aunque era la risa de una niña inocente, a la vez ocultaba una travesura que yo sabía que iba a disfrutar. No debería, pero iba a disfrutarla.

Trufas se había quedado por el camino, abandonado a su suerte en el momento en que nos pusimos de pie y, sin tener que hablarlo, decidimos poner rumbo a mi habitación. Necesitábamos intimidad, buscábamos intimidad, y el conejo lo sabía, así que nos iba a dejar en paz.

-¿De qué te ríes?-pregunté, notando cómo las comisuras de mi boca se curvaban en la típica sonrisa de quien no se entera de una, pero aun así está feliz. Me gustaba escucharla reírse, y me gustaba pensar que yo era la causa de que lo hiciera, aunque dudaba que fuera ése el caso, ya que no estaba haciendo nada que no se saliera de mi línea. Claro que a Sabrae también le hacía gracia todo lo que yo hiciera, con independencia si lo hacía para divertirla o no.

Todo... salvo una cosa.

Por suerte para mí, antes de tener que dedicar el más mínimo esfuerzo a apartar esos pensamientos tóxicos de mi mente, mi chica volvió a hablar.

-De nada-respondió, cogiéndome las manos y tirando de mis brazos como si estuviéramos bailando un twist. Volvió a llenar mi habitación con una carcajada mientras yo me dejaba arrastrar.

-Algo pasará.

-Es que... estoy pensando en una cosa que me dijiste hace nada-se tocó los labios con la yema de los dedos, conteniendo su risa, y sin previo aviso, me soltó y trotó cual hada en dirección a mi cama, a la que se subió de un salto. Permaneció sentada con las rodillas dobladas, a la japonesa, mirándome con unos ojos chispeantes que me hacían creerme el ser más importante del universo, el que había colocado las estrellas en su lugar-. ¿No adivinas qué es?

-Digo muchas cosas a lo largo del día, Saab. Como no me des una pista...-medité, haciendo un puchero. Me acerqué a ella, que volvió a sonreír y lanzó una mirada cargada de intención al pie de la cama, en el pequeño escalón oscuro de madera donde se asentaba el colchón, en cuyo interior guardaba mis objetos más preciados, los que ausentaban mis pesadillas: todos mis recuerdos de la época de boxeo. ¿Habría encontrado, quizá, mi santa sanctórum? ¿Estaría intentando convencerme de que se lo enseñara sin tener que decírmelo explícitamente, seduciéndome con la idea? Porque, de ser así, estaba perdiendo el tiempo. No tenía necesidad de jugar: le enseñaría todo lo que quisiera.

-¿No ves nada raro?-coqueteó, removiéndose en el sitio, sentándose con las piernas cruzadas, cambiando de la cultura nipona a la india, para luego volver a portarse como una geisha. Se estaba mordiendo el labio de una forma adorable, y se apartó un mechón de pelo detrás de la oreja en el gesto de una niña concentrada en portarse lo peor posible sin perder su reputación de buena chica. Volví a mirar el escalón que formaba parte de la cama, y entonces, lo vi.

Sobre la superficie negra que hacía de soporte de mi colchón, hecho un gurruño, una tela negra esperaba ser descubierta. Su escaso tamaño y la forma curiosa en que estaba retorcida, casi olvidada, me hicieron sospechar en el acto de qué se trataba. Abrí la boca, alucinado, y levanté la vista para mirar a Sabrae, que se echó a reír, se dejó caer sobre el colchón, y dio varias palmadas, divertidísima por la situación.

-¿Eso son... mis calzoncillos?-pregunté, y ella se incorporó, alzó una ceja y respondió en tono de sabihonda:

-Querrás decir mis calzoncillos. Me los prestaste para que no fuera por ahí con el culo al aire, ¿recuerdas? Bueno, pues dado que tu sudadera es lo bastante larga como para que mis nalgas no se queden de exposición, y lo bastante calentita como para que no haya peligro de que coja un resfriado, decidí que no tenía por qué pasar calor durante la comida... y que te merecías un poco de diversión. Claro que lo que yo no me esperaba era que te hiciera tanta ilusión que llevara puesta tu ropa interior-aclaró, riéndose-. De haberlo sabido, me habría estado quietecita. Todo sea por no romperte el corazón-me guiñó un ojo y yo intenté tragar saliva de forma un tanto desastrosa, pues me atraganté y tuve que ponerme a toser para no ahogarme.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora