Mykonos

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El calor del cigarrillo me quemaba ya el dedo. Lo tiré y encendí otro. Levanté la mano y le pedí otra limonada al camarero para hidratar la garganta reseca por el humo. El chico me la trajo. No tendría más de quince años y por lo que me había contado trabajaba en el hotel por las tardes para compensar el poco dinero que sacaba siendo pastor de las ovejas de su familia. El sol bajaba ya. El ocaso se acercaba y así finalizaba un día más en aquel blanco hotel de la costa de Mykonos.

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Cogí mi pitillera, mi libreta de notas y me dirigí a mi habitación. Una vez más abrí la ventana que daba al puerto y me senté en la mesa a ojear mis notas y algún libro de los que había traído. Ninguna de las dos era productiva. No conseguí escribir un solo relato durante mi estancia, pero tampoco pude leerme ningún libro. Había traído poesía, novela y filosofía. La lírica me ayudaba por las noches. Sentado en mi cama con un cigarro en una mano y un libro en la otra paseaba por los versos de un viejo poeta portugués desconocido. Horácio Silva ______. Por las mañanas ojeaba intermitentemente algún volumen de Nietzsche, o de Kierkegaard. Ambos autores aparecieron en los coloquios que celebraba en Inglaterra con mis compañeros de universidad y pensé que este retiro seria el lugar idóneo para leerlos. Empecé a leer un libro llamado Ulises, conseguido de manera extraña a través de diferentes conocidos. Me fue imposible avanzar más de 20 páginas en aquel conjunto de palabras sin sentido. Imbécil por mi parte pensé que en estos meses podría leer En busca del tiempo perdido, pero finalmente resultó el tiempo perdido fue el que dedique a intentar hacer algo que no quería. Ojeaba mis notas en busca de algún sentido, una relación por aquí, un tipo solitario por allá, un viaje a tal sitio. Todos los temas eras insulsos y estaban más que trillados. Empezaba innumerables relatos, novelas y ensayos, pero no aguantaba más que dos o tres páginas hablando sobre lo mismo. Me di cuenta entonces que todo lo que escribía era autobiográfico. Lógicamente no toda mí ficción eran hechos que habían ocurrido, pero descubrí que solo podía escribir de cosas había vivido dentro de mí. Dejé la libreta de nuevo en mi americana, la pitillera en el bolsillo interior y el encendedor en el bolsillo izquierdo del pantalón y me dirigí al comedor para cenar.

Bajando las tres escaleras que separaban la recepción del lugar en el que cada noche cenaba me di cuenta por primera vez de lo solitario que era aquel lugar. Empecé a mirar los diferentes personajes que cenaban aislados. Cada uno parecía pertenecer a un mundo diferente al mío, si es que yo estaba en alguno. Me senté en mi mesa de siempre, y el camarero me trajo como siempre una copa de vino, la cual nunca me bebía. El muchacho me recitó la carta, pero no le presté atención y una vez se fue no supe que había pedido. Mientras tanto hice un recorrido con la vista para observar más atentamente los pocos huéspedes que compartían espacio conmigo noche tras noche. Nunca me había fijado en ellos. Algo debió de ocurrirme aquel día que hizo que me preocupase de mi entorno. Desde que llegué a este lugar, tal vez era el hotel, la isla o dios sabe qué me había sumergido en mí mismo, igual que todos los demás comensales. Pero ese día, justo ese día algo fue diferente. Me fijé en un caballero de traje blanco y bigote, puto en mano y sombrero de ala, del mismo color que su traje a la derecha de su plato. Una joven mujer, atractiva, con el pelo corto a la moda, vestido granate y guantes blancos fumaba de una larga boquilla mientras en la otra mano sujetaba la copa de vino. Hablaba con un obeso isleño, un tipo con aspecto de tener dinero, algún terrateniente o empresario. Por el aspecto la mujer podría ser una actriz famosa, pero debido a que yo estaba apartado del mundo real no habría conocido. A lo lejos quedaban algunos huéspedes más, tipos en traje ojeando el periódico o fumando un cigarrillo mientras que probaban el vino. Después de hacer estas reflexiones sobre los huéspedes volví a mirar de nuevo, tal era mi aburrimiento. Para mi sorpresa descubrí que me había dejado a una joven sentada a tres mesas de mí, pelo oscuro a la moda, cuello fino, brazos largos y vestido de seda oscuro. Su aspecto me recordó a alguien, pero era imposible que ese alguien estuviese en el mismo comedor que yo en este mismo momento así que dejé de pensar en ello y encendí otro cigarrillo. Para cuando ya iba por la mitad el camarero llegó con la cena, que resultó ser algo que no me gustaba, pero como no tenía ganas de entablar una conversación lo acepté gentilmente y me lo comí.

MykonosWhere stories live. Discover now