Los invasores.

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Ya nadie recuerda en verdad cuándo o cómo llegaron a la tierra. En el tiempo en que éramos los dueños del planeta. Esas criaturas horribles con montones de dientes grandes y romos, casi ciegos, gigantes y temerosos...

—Siento llegar tarde. Hoy el camino a casa estaba plagado de ellos; tuve que esconderme varias veces para que no me vean.

—¿No estás cansado de esconderte?

—Claro que si, pero no estoy cansado de vivir. ¿Tengo que recordarte lo que hacen con nosotros si nos atrapan?

—No. Es solo que —se tomó un momento y continuó—... ¿No te parece que una especie tan avanzada debería ser capaz de compartir el planeta? Claro que no podemos echarlos de aquí, eso está fuera de discusión, pero quizás podríamos intentar comunicarnos de alguna forma, y decirles que podemos vivir juntos, en paz.

—¿Estamos hablando de los mismos seres? Yo los vi matar a miles de otras formas de vida —miró a los ojos a su interlocutor y lo remarcó—; MILES, de maneras atroces.

—Quizás nunca encontramos la manera de darnos a entender.

—Ellos no quieren aprender nuestro idioma, y nosotros no podemos aprender el de ellos. ¿Quieres hacer de embajador de toda la especie? Adelante; pero no eres el primero que lo intente, y por cierto, todos están muertos ya.

—¿Crees que esto es vida? —insistió.

—¿De qué hablas?

—¿Es vida esconderse en los rincones de lo que antes era nuestro mundo?

—¿Sabes que es menos vida que eso? Estar literalmente muerto.

—No puedo hablar contigo. Evidentemente no lo entiendes.

—Bueno, si estás tan contrariado por todo esto, deberías hacer algo al respecto, en vez de quejarte conmigo.

—Eso haré, ahora mismo —dijo con decisión y se apresuró hacia la brillante luz que emitía el dispositivo de los invasores.

—Oye, no lo decía en serio. ¿Qué haces? Vas a conseguir que te maten, ¡Hey!

Siguió la luz, y se encontró en un salón gigantesco, cuyas paredes no lograba ver siquiera a la distancia.

—Aquí están... yo lo sé. ¡Vamos, quiero que sepan que estoy aquí! —gritaba en la inmensidad desconocida a la que se había aventurado.

El aire se tornó algo más cálido; el piso vibraba como nunca, y sintió un aullido agudo y penetrante que lo hubiera hecho correr a esconderse en cualquier otra ocasión; pero hoy, estaba yendo en contra de su instinto. Se mantuvo parado donde estaba, esperando tener cara a cara a esos seres de pesadilla que tanto los atormentaban.

No vio venir, sin embargo, el arma que acabó con su vida en un solo golpe.

Su cuerpo se aplastó contra el piso de forma tal que sus órganos se salieron expulsados como una masa blancuzca y hasta hizo un horrible ruido.

—¿Qué sucede? ¿Por qué gritaste?

—Lo siento, cariño, me asusté; pero era solo una cucaracha. Ya la aplasté con mi zapato.

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