Capítulo 1. Andrés

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Andrés Sicilia abrió el balcón y se asomó a la calle. Aquel piso había sido usado en pocas ocasiones por su familia y en muchas menos por él mismo, pero las bisagras no crujieron. Diez minutos antes se había calentado una infusión en el microondas, que respondió a sus obligaciones sin demora. Todo funcionaba bien.

El sol saludó su rostro joven aunque ojeroso. Para una emo o gótica, Andrés sería un tipo bastante atractivo: líneas bien definidas, palidez antinatural, sonrisa cínica y un cierto desprecio inteligente en el ceño. Era difícil seguir el rastro de su sangre colombiana en dichos rasgos.

Tenía los ojos irritados por el llanto y la falta de sueño. El aire saludable de la calle se le antojó agresivo, así que cerró el balcón y se sentó de nuevo en el sofá de cuero al que, la noche anterior, había retirado la funda protectora. Frente a él había una mesa de metacrilato cuyas patas eran cuatro titanes esforzados que la sostenían sobre sus hombros. Encima de la mesa reposaba un cuadernillo con las cinco primeras páginas escritas en letra pulcra y menuda. Andrés guardó la pluma y el diario en el bolsillo de su amplia rebeca gris. Con los mandos a distancia encendió el televisor y puso el vídeo preparado.

Mientras esperaba el momento oportuno para dar a play, repasó mentalmente las páginas que no hacía mucho había terminado de escribir.

Querido hermano:

Creo que hoy nos hemos distanciado mucho y por eso voy a rellenar, ahora sí, el diario que nos regalamos uno al otro hace un año. Negro con anillas rojas. Espero lo recuerdes.

Sé que te has enfadado al encontrarme en el piso del barrio de La Latina, en Madrid, revisando los vídeos de mi infancia. No te ha parecido una reacción normal, cosa que entiendo.

Te oí llegar y tuve tiempo de ponerme la máscara sanitaria de salir al jardín, la que parece el pico de una tortuga, para no provocarte más sobresaltos.

Cuando abriste la puerta, yo me veía en la pantalla con cinco años, corriendo alocado por los pasillos de la mansión de Segovia, a veces el cuello rígido y las manos inquietas como polillas, a veces con los hombros encogidos como un atleta.

Midiendo los límites de mi jaula.

Querido Iván, en estos momentos me da igual que padre haya muerto en el incendio y que madre luche en el hospital por su vida. No te imaginas hasta qué punto me da igual. Ni siquiera me complace.

Según nuestro pacto, solo podrás abrir este diario cuando yo muera, o yo solo podré abrir el tuyo cuando tú lo hagas. ¿Escribes desde el principio? ¿No lo harás nunca?

Los términos del acuerdo me hacen pensar en el temblor que sentirás cuando leas estas palabras.

Madre está en la UVI, su cuerpo en carne viva, con los pulmones hechos ceniza, padre en el Anatómico Forense y yo veo grabaciones de mi infancia. Lo hago muy tranquilo, no por encontrarme en shock, sino porque provoqué el incendio.

¿Lo entiendes?

Párate un momento y lee bien mis palabras; si no lo has deducido ya cuando abras este diario, cuando me hayas enterrado, déjame que te lo cuente todo; la parte que desconoces.

El apellido Sicilia siempre ha tenido un peso distinto para ti que para mí, ¿verdad? Yo era el hermano mayor, pero a la vez el hermano enfermo. Yo era el que no podía salir a la calle y se bebía los libros en la mansión familiar; tú eras el que odiaba los libros de los colegios privados y te bebías las calles, tomando todo el aire lleno de polen y ácaros y dióxido de carbono y microorganismos que a mí me habrían matado.

Tiempo de Héroes - Acto 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora