Otra fruta podrida

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Sábado, 8 de enero de 1994. Estando muy lejos de ser tan exacto como un cronógrafo atómico, el reloj de pulso del señor Palacios marca las 6:08 de la tarde. Su esposa, presurosa por la hora que le indica el sol caído en el occidente, palea con mayor laboriosidad que su marido el escombro tomado por recebo hacia el exterior de la casa para formar una especie de trinchera que evite a la lluvia volver a colarse como cualquier otra indeseable visita.

El señor Palacios agudiza la vista, relaja sus manos y se siente ligeramente consternado por el súbito entusiasmo con el que su mujer mueve la pala de un lado a otro. Con una firme voluntad emanada a través de los poros de su frente, arroja desproporcionadas cantidades de gravilla al lugar ocupado por musgos de maleza que, si las circunstancias son favorables, se convertirá en un rectangular y pavimentado andén.

Justo cuando el reloj de pulso señala las 6:22 de la tarde, del recebo dentro de la casa no quedaron sino los pequeños trozos que la escoba y el recogedor levantaron con una porción de suelo, y como si no se hubiera esforzado en lo más mínimo, la señora Barreto enderezó su rumbo sin fatiga alguna al encuentro con el televisor. El señor Palacios, aún sorprendido por la vigorosidad de su esposa, no dejaba de preguntarse si esa vitalidad le surgía a su señora por tener la fuerza de dos, o el anhelo de ver el último episodio de la tele novela que la ocupaba cada tarde noche desde por lo menos una docena de meses atrás.

Al caer completamente el crepúsculo siguen surgiendo más preguntas que respuestas. ¿Habrá sido el empeño de su esposa por terminar de ver el episodio de la irrecordable tele novela, o, una inconsciente consideración por parte del pequeño que llevaba en su vientre lo que le permitió a ella librarse de la intriga por saber cómo concluía la historia? Antes de poder incluso meditar sobre ello, la señora Barreto aguzó un bajo y persistente dolor en su abdomen. Tal vez esa era la respuesta, una especie de exclamación sorda que decía algo así como -Ya viste tu tele novela ¡Ahora déjame salir de aquí!

Probablemente lo acuciosa que es una situación de esas no da lugar para prestar atención a exclamaciones sordas. Desde ese momento todo pasó tan rápido como una ráfaga de viento.

Llaves al bolsillo, ropa al bolso, bolso a los hombros, hombros y piernas a la calle, de la calle al hospital, del hospital a la casa, de la casa a la calle con mi mamá, de la calle a la casa con mi mamá, de la casa al colegio, del colegio a la casa, de la casa a la calle con mis amigos, de la calle solo a mi casa, de la primaria a la secundaria, de la secundaria al SENA, del SENA a la casa, de la casa al SENA, del SENA a la calle por trabajo, del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, del trabajo me cansé, del cansancio a un nuevo propósito, del nuevo propósito a la universidad, de la universidad a la casa, de la casa a la universidad, de la universidad por unos tragos, de los tragos a la casa, de la casa a la universidad y de la universidad a...

Desearía que mi vida fuese un relato asombroso y apasionante que diera lugar a la narración de eventos tan singulares que incluso a mí me costara creer en su verosimilitud. Sin embargo, esa ráfaga de viento soy yo, es mi vida, tan común como la marcha de las manecillas del reloj o el galopeo del sol de un lado a otro día tras día. Probablemente, la exclamación sorda que hago casi todos los días por vivir como quiero y lo que quiero es lo que me impulsa para que, en la hipotética longevidad de mi vida, escriba otra reseña autobiográfica en la que el momento menos desglosado de mi historia en este mundo sea cuando ni siquiera había llegado a él.

Otra fruta podridaWhere stories live. Discover now