Gathobeen

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El joven Gathobeen era hijo de un matrimonio de gatos de casa, su padre era un gran gato gris que se dedicaba a la zapatería, su madre de pelaje pardo y blanco gustaba sembrar sus propias hortalizas en el jardín. Día tras día iba a la escuela desde que era un gatito para aprender las útiles habilidades de un gato de casa, como el arte de enredarse en un ovillo de lana o la sutil elocuencia del ronroneo. Jamás se le ocurrió tal cosa como cazar o andar por los tejados, eso era para gatos callejeros, mientras que él era un gato educado de ciudad, y lo más parecido que tuvo a tales experiencias fueron durante las clases de educación física en que perseguían un ratón de goma atado a una cuerda. Durante años su vida fue muy tranquila, desayunaba leche en plato, almorzaba verduras con atún y cenaba croquetas. Cuando había que celebrar lo hacían con piezas de pollo que su madre compraba en la carnicería del señor Prurrier.

Pero Gathobeen no estaba satisfecho con la vida así. Él tenía un sueño secreto, una ansiedad que lo inquietaba tanto hasta hacerle erizar el pelaje durante las noches que se pasaba en vela. Cuando todos dormían se escapaba por la ventana de su habitación y trepaba al techo. Desde ahí corría por los tejados bajo la luz de la luna, saltaba de una cornisa al delgado borde de una pared metros más abajo, y de ahí brincaba a las ramas de un viejo árbol. Toda la noche recorría la ciudad como hicieron sus antepasados, desafiando el peligro de caer y el de ser pillado por el nochero, adaptando sus ojos hasta ver mejor que de día. Era una sensación liberadora.

Creció preocupado por su extraña ansiedad que no se curó cuando dejó de ser un cachorro. Tras graduarse oficialmente como un gato doméstico, era ahora un gato joven, recién un adulto, que comenzaba sus primeros pasos remendando zapatos y sandalias junto a su padre. Se pasó el otoño, el invierno, la primavera, el verano y el otoño siguiente pegando las suelas y cambiando los cordones. Pero cada semana suspiraba y suspiraba, conteniendo los deseos de sacar sus garras y arañar el calzado que estaba harto de reparar. Y su padre lo observaba.

Fue durante la tarde del primer sábado del verano siguiente que su padre lo hizo llamar a su pequeño estudio donde descansaba tras cada día de trabajo. Gathobeen estaba nervioso, ¿habría hecho algo malo como para merecerse un regaño? Pensaba y pensaba, y nada se le podía ocurrir. Pero tras entrar y saludar a su padre, el gran gato gris no se fue con rodeos y lo enfrentó.

—Gathobeen —le dijo su padre—, te he visto escapar por las noches, trepar a los tejados y saltar por árboles y paredes. Te he visto arañar los troncos, afilar las uñas y en lugar de ronronear educadamente, gruñir como un salvaje. Creía que dejarías de hacerlo al madurar, pero me equivoqué... No me interrumpas —ordenó con voz potente y ronroneosa cuando Gathobeen se quiso excusar y continuó hablando—. No te estoy culpando de nada. ¿Ahora sientes que eso no es suficiente? ¿Miras hacia el puerto queriendo saber qué hay más allá del horizonte, más allá de esta pequeña isla? Mi querido hijo, que no palidezca tu pelaje, sé lo que sientes porque también pasé por lo mismo que tú: la culpa es de la sangre de tu bisabuelo, pues era un gato montés, un explorador neto, un cazador aguerrido, un señor gato de bigotes estirados y pelaje alzado, como ahora no los hay. Está en tu instinto y no puedes negarlo, así que desde mañana prepararás tu equipaje y te lanzarás en una gran aventura, hasta que te canses de ver el mundo y finalmente quieras sentar cabeza, ¡porque no me sirve que andes suspirando en vez de ronroneando en el trabajo!

Ni la noche, ni el amanecer siguiente, ni el plato de leche caliente que su madre le preparó con más amor de lo normal, pudieron calmar el asombro de Gathobeen, que lo dejó sin siquiera maullar después de salir del estudio de su padre el día anterior. Pero no era miedo o tristeza, era la emoción lo que lo hacía parar las orejas y crispar sus jóvenes bigotes. La maleta estaba hecha, el mapa trazado desde hacía ya años en secreto, había ahorrado durante un año al no tener anhelos en los que gastar su dinero hasta este momento.

Un par de horas después, junto a su padre que ronroneaba con orgullo y su madre que lloraba de emoción limpiándose con su patita los ojos, llegaron al puerto donde lo despedirían por un tiempo indefinido. Porque el joven Gathobeen, que no nació para ser un gato doméstico, se lanzaba a la aventura tal como lo haría un gato montés.

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FIN

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