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Greta aún dormía cuando unas huellas de pies descalzos -y no mucho más grandes que las suyas- fueron formándose en la arena, desde la parte inferior de la casa -justo debajo de su cuarto- y en dirección al mar. Las últimas se perdieron en las orillas y las olas se las tragaron de inmediato.

Durante la mañana del lunes, los hermanos disfrutaron del mar y de la playa. Marvin estaba entretenido con su tabla de surf.

Greta tomaba sol sobre una loneta mientras que -de a ratos- leía una novela de amor, ultra romántica, de esas que si se pudieran retorcer como una toalla empapada, seguro que chorrearían almíbar.

De pronto, el calor la venció y se quedó dormida.

No habría pasado un cuarto de hora, cuando la despertó'una caricia húmeda sobre una mejilla.

Sin abrir los ojos, protestó:

-Ufa, Marvin; no molestes.

La caricia recorría ahora su espalda; era un dedo índice marcando suavemente el contorno de su columna vertebral. Sintió un cosquilleo.

Ahí sí que abrió los ojos, enojada:

-¿Será posible que no puedas dejarme en paz?

¡Qué sorpresa! A Marvin podía contemplárselo en el mar, aún jugando con su tabla. Y debía de ser el reflejo del sol el que le hizo ver a Greta algo así como la delicadísima forma de una mano de muchacho, flotando un instante a su alrededor para -enseguida- desvanecerse en el aire en dirección al mar. La chica se inquietó.


¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora