La gorgona suspiró aburrida mientras paseaba, arrastrando su cola viperina, entre más de un centenar de estatuas de piedra.
Limpió un poco el polvo de un guerrero con la cara desencajada, quitó las telarañas de una arquera que apuntaba con férrea determinación y recolocó la estatua de un obispo que levantaba una cruz, el pobre diablo había creído que su fe le protegería de su mirada.
Todas y cada una de esas estatuas tenían una historia detrás, todas y cada una habían sido una grata diversión. Pero los últimos trescientos años habían dejado de venir a verla y su única distracción era rememorar antiguas batallas y limpiar el polvo de sus "trofeos".
Se apoyó sobre un rechoncho hombrecillo convertido en piedra y volvió a suspirar. ¿Es que ya no quedaba héroes en el mundo que se atrevieran a enfrentarse a ella? O acaso les había derrotado a todos.
Movió con fastidio su cola de reptil y derribó sin querer una de sus estatuas haciéndola añicos. Bufó enfurecida y las serpientes que formaban su melena se erizaron al unísono, odiaba que le pasara eso, pero es que el lugar estaba atestado y apenas tenía espacio para moverse.
Estaba harta, quizá sería más feliz en el exterior, pero había pasado tanto tiempo en su guarida que se le hacía muy difícil abandonar ese lugar.
De repente escuchó un ruido que la sacó de sus cavilaciones, ¿eran voces? No seguro que había sido su imaginación, ya se estaba empezando a volver loca. Pero de pronto otra vez, allí estaban de nuevo las voces.
Esta vez estaba segura, había gente de nuevo en su guarida. Se atusó con esmero las serpientes de su pelo y se dispuso a darles una inolvidable bienvenida.