Una y mil veces

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Capítulo 1

Había caído la tarde, cuando estaba terminando de acomodar las ultimas cajas de la mudanza que mi mujer me había alcanzado, para mi asombro encontré el Ἑλλάς, cuya traducción es el Hélade. Fue mi primer libro de griego, y que por otro lado es el término con el cual en la antigüedad se denominaba a Grecia. Así fue como comencé a recordar mis inicios en el bachillerato San Cristóbal. Entré con quinto grado aprobado, es decir con los doce años cumplidos. Unas de las cosas que me llamó la atención al llegar por primera vez al colegio, fueron las puertas que custodiaban la entrada. Eran grandes, de madera fuerte como el algarrobo y altas en relación a mi estatura. El sonido de una campana irrumpió en el espacio dando la señal de que ya eran las siete y cuarenta, hora de formarse, izar la bandera e ir a clases. Me senté en los primeros bancos, no me gustaba estar al último, sabía que debía prestar atención. El latín y el griego comenzaron a hacer sus manifestaciones y sus primeros estragos, no había escuchado hablar de ellos hasta entonces. Entre junto a mis compañeros al aula, ésta era inmensa con unos cuarenta pupitres aproximadamente. Había dos ventanas altas que dejaban entrever los primeros rayos de la mañana, éstos se colaban por ellas proyectando destellos de luz que irrumpían sin permiso en la sala. Al mirar más arriba podía ver la copa de los pinos balanceándose al capricho del viento. El primer día de clase fuimos recibidos por el profesor Robledo, de estatura media, calvo y de cuerpo delgado que se presentaba ante nosotros como el titular de la cátedra de latín y griego. Poco a poco fue transformándose en una especie de padre para nosotros, lejos estaba de hacernos sentir incómodos. Con paciencia y cariño por la materia nos enseñó las primeras palabras en latín y el alfabeto griego, recuerdo que a veces teníamos problemas con los primeros textos en latín, pero él con su forma amable y paciente nos volvía a explicar e incluso si alguna vez no traíamos la tarea nos disculpaba, pero solo una vez por alumno.

Ese día nos contó sobre las lenguas antiguas, hablamos de los romanos, así como de otros pueblos de Europa, realmente se le notaba que amaba la materia. Luego de cuarenta y cinco minutos, el timbre anunciaba el primer recreo. Como olvidarlo, salimos todos en tropilla a jugar al parque. Era bastante grande y hasta tenía una cancha de futbol. En total eran cinco horas de clases con sus respectivos recreos. Todos los días teníamos la misma rutina a excepción del sábado, que íbamos a la iglesia a cantar la salve Regina, (canto a la virgen María) obviamente en latín. Al lado del colegio estaba la Iglesia, caminábamos por un pasillo y al abrir la puerta salíamos a la parte trasera de ella. La jornada del sábado era similar a los otros días, pero incluía gimnasia al terminar las clases. El orden era la regla, había que mantener la disciplina. Para mí no era tan fácil porque venía de un colegio en cuya primaria éramos todos revoltosos. Entre mis primeros amigos, estaba Edgardo, le encantaba jugar al futbol y hacer guerrita de canutos con las Bic. Mario, la chuña, con su obsesión incontrolable de trepar a cuanto árbol encontrásemos al frente. El pelado Leiva, que vivía con hambre y nos robaba las meriendas en el primer descuido. Me acuerdo como si fuera hoy el día que se nos ocurrió subir a la cúpula del colegio. Fuimos por la parte de atrás, subimos al primer piso y salimos a un patiecito, allí estaba la cúpula, toda para nosotros. Esta era blanca con franjas azules, en sus costados tenia pintadas unas bellísimas estrellas amarillas que hacían juego con las líneas azules y el fondo blanco. Por uno de los costados de la cúpula bajaba una llamativa aunque diminuta escalera, seguramente había sido colocada para poner en su cúspide el para rayos. Nosotros estábamos extasiados con todo esto y resolvimos subir hasta la cima como si de una montaña se tratase. Al traerlo a mi memoria me dibuja una sonrisa pero no puedo dejar de pensar el peligro que corrimos al subirnos a esa pequeña escalera y querer conquistar la cima. Recuerdo que cuando estábamos en pleno ascenso, apareció el rector en la planta alta y con un solo grito nos hizo bajar. A cada uno que pasaba por la puerta de salida le propinaba un buen cachetazo, la mayoría pudo esquivar los manotazos del cura a excepción de mí ya que era el último y al que calculo mejor el golpe.

Una y mil vecesWhere stories live. Discover now