No voy a permitir que ella se marche, si debo esposarla a la cama, lo haré. Y si debo romper una de mis reglas, también lo haré, porque, por primera vez en mi vida, una mujer que no es mi madre ni ninguna de mis hermanas, me importa.
A la mierda con todas las complicaciones y todos los impedimentos. Ya sé que tengo mi lugar seguro en el infierno, así que, otro error y pecado más en mi larga lista, no harán ningún cambio. Me quemaré en las brasas del fuego y va a gustarme, lo gozaré y aceptaré porque es lo que merezco después de tantas estupideces que he cometido en mi jodida vida.
Tirándola sobre mi hombro, me adentro nuevamente a la casa; dirigiéndome a la habitación de Artemisa, hago justamente lo que le dije que haría.
La esposo al cabezal de la cama y toma todo de mí, alejarme de la tentación que es, porque verla allí, sin poder hacer nada, despierta en mí esa cruda necesidad y el deseo de joderla, no solo de una, sino de mil formas.
Mi mente es traicionera.
Con una sonrisa de triunfo, abandono la habitación y me dirijo a la sala; sentándome en el sofá, enciendo la televisión e ignoro los gritos de Artemisa.
No. No se irá a ninguna parte sin que ese jodido especialista la revise y determine si puede o no, recuperar la vista.
Todo el jodido mundo podría pensar que no quiero hundirme en ella a causa de su ceguera, pero se equivocan; tampoco se trata de su edad; se trata de algo más... Algo personal, algo concerniente a mí, no a ella. El problema es mío.
Veinte minutos después, estoy despidiendo al taxi que ha venido por ella para llevarla al aeropuerto.
Tras unas buenas horas gritando por ayuda, los gritos finalmente cesan. Me enfoco en preparar algo para comer y cuando tengo todo listo, sirvo un plato para ella.
Completamente dormida, así es como la encuentro cuando abro la puerta de su habitación. Una vez más, me hago la pregunta que ronda por mi mente cada vez que la miro; ¿cómo puede yacer allí, lucir como un ángel y ser como un demonio al mismo tiempo? Es algo que solo ella puede hacer, algo que la define.
Dejando la charola con la comida en la mesita del centro, me acerco a la cama.
—¿Artemisa? —susurro.
Ella parpadea y bosteza antes de abrir los ojos. —¿Ya amaneció? —pregunta.
—No. Te he traído algo de comida.
—¿Vas a quitarme las esposas?
—Solo si prometes no intentar escapar.
—No lo haré, Braxton.
Saco la llave de las esposas, del bolsillo de mi pantalón y libero a Artemisa. Ella deja escapar un suspiro.
—Déjame revisarte las muñecas —pido.
—Estoy bien, no me hice daño —dice, inhalando profundamente.
—Bien —mascullo—. Debes comer algo.
Me responde con un asentimiento de cabeza.
Normal y generalmente, no soy tan idiota, pero ella se encarga siempre de sacar esa parte cavernícola en mí.
Estoy pensando muy seriamente, irme a dar una vuelta por los alrededores o, simplemente, conducir por allí, poner una distancia segura entre mi furiosa necesidad y el inocente, apretado y virgen sexo de Artemisa.
Yo mismo sé que estoy jodido, estos días solo han servido para afianzar más mi crudo deseo hacia ella.
—¿Vas a salir esta noche? —pregunta, regresándome al presente.
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ARTEMISA© | TERMINADA
RomanceArtemisa tiene diecisiete años. Vive en Carolina del Norte. Tiene un perro labrador y un gato blanco, o al menos ella supone que ese es su color. Su padre es contratista, su madre es diseñadora y programadora web y su hermana, bailarina profesional...