Visito a mi abuelo. Camino a saludarlo

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Mis zapatillas rojas con los cordones amarrados marcaban mi ritmo. Mis ojos alumbraban al cielo, eran negros y profundos decía Caliah. Mi pelo caía y rebotaba en mis hombros, lo había dejado crecer mucho para esta fecha, no podía dejaron corto, puesto que ahora me lo cortarían.

Lo que yo iba a llevar a cabo a tan empranas horas de la mañana era una pelea, con mi abuelo.

Las demás chicas bajaban de las colinas con la mirada sembrada en el sol. Les pegaba como un boxeador a un luchador que caminaba esquivando piedras y ramas como si de respirar se tratara, saltaban de una roca enorme a otra más baja a 6 metros de distancia con total naturalidad. Sus fuertes piernas parecían ramas siendo azotadas contra una roca.

Mis ojos se volvieron a enfocar en el sol. La bajada de la calle donde vendían pescado empanizado me mareaba, si casi me vomitaba oliendo el aceite de la mañana, pasar por ahí ya me daría náuseas suficientemente fuertes para hacerme vomitar mi cena y mi desayuno.

Pasaba por tiendas de zapatos hechos con cuero, parecían trenzas amarradas con evillas y barnizadas como madera. Eran incómodas como un desconocido en tu cuarto y encima pesadas, odiaba tener que usarlas. Mis ojos volvieron a mis zapatillas que bajaban escaleras, pasaban pisos de piedra finamente colocados para formar un contraste entre todos los puestos. El de los zapatos cubría 20 metros cuadrados y sus piedras todas eran octagonales cortadas perfectamente, pero quebradas en algunas partes por el paso de los años. Mis zapatos pasaban por charcos del día anterior, pasaban por tierra que levantaban y me hacían sentir como caballo y también por esquinas que daban a plazas revueltas de más niñas con zapatillas  hermosas y de cordones largos como palabras desconocidas.

Había una en un puesto de comida que se los metía entre la media y el zapato, tarde un momento en esquivar aquella plaza, con puestos de comida por todos lados y con solo 4 salidas. Las sombras de las tiendas empezaban a aparecer. Ya eran las 7 de la mañana y yo no estaba en mis canales aún, odiaba no enfocarme en lo único que tenía que hacer.

Las chicas de toda la isla y yo nos encontrábamos todas corriendo en ritmos diferentes hacia la salida a la playa, por miles de callejones que terminaban en otra vuelta de esquina para salir a otra enorme plaza que en realidad estaba demasiado inclinada para que un puesto estuviera ahí. Pero los había, y no faltaban las cientos de personas que transitaban sin miedo a ser víctimas de alguna de las lanzas de las miles de chicas que nos atravesabamos en aquel lugar.

Abuelas con bolsas repletas de víveres nos empujaban y seguían caminando sin haber sentido nada. Yo me hacía par un lado y chocaba con alguien, corría unos metros casi callendo me por la maldita curva en un ángulo en el cual se me hacía imposible estar de pie sin caerme a un abismo de tiendas. Era un barranco de calle, como si hubieran pavimentado con piedras perfectamente cortadas una colina sumamente alta que desembocaba en otra mucho más ondulante !

Mis ojos temblaban a cada paso que daba agarrándome de una baranda que no me soltaba a mi hasta llegar al suelo. Mis piernas no me obedecían y corrían desenfrenadas hasta el suelo, mis manos trataban de agarrarse de donde pudieran y aquella arquitectura de edificios no parecía siquiera posible.

Algunas tiendas y departamentos caían sobre otros dejando todo su peso en lo que parecía una ventana que una niña abría con una facilidad impresionante, cuando llegue mis piernas siguieron y mi sudor igual. Las demás chicas o venían detrás y yo era rápida, o todas íbamos tarde. Corrí hasta un tramo de escaleras que al menos pudieron ser 80.

Mis piernas no las bajaban, se aventajan contra el suelo y mis pies las rescatan de estrellarse en un hospital. Cuando las baje vi que las demás me miraban con nervios y pánico, un poco de entusiasmo se hundía en sus rostros ahora alegres y dorados, sus blancas pieles me asustaron cuando baje las escaleras y vi lo que les iluminaba. Una ventana por la que se colaba una brisa de sol.

Dimos las 4 que éramos una vuelta poniendo los pies en la tierra de un salto y dejando atrás las piedras acomodadas geométricamente para llegar a lo que eran pedazos de roca quebrada y arena todo esparcido al final del tramo de escaleras. Nos miramos y todas nos sonreímos.

Vueltas y caídas por escaleras nos golpearon los pies hasta que llegamos a una serie de palmeras y plantas creciendo en la arena como las conchas que se veían regadas en ella. Y lo vimos, niñas de edades parecías a la mía regadas por toda la playa.

Todas nos vieron llegar como si un par de gaviotas se hubieran unido a la manada y volvieron su mirada al mar con ojos de pájaros impacientes.
Las cuatro nos hicimos a un lado al oír más pies golpeando la arena detrás de nosotras, además de pies aún en las piedras bajando a toda velocidad aquel infinito tramo de escaleras. Cuando nos volvimos vimos al menos 20 chicas de todos colores de piel correr a la playa sonrientes. Sus cabelleras eran largas como insultos y sus zapatillas impecable como sus lanzas.

Algunas brillaban como el sol y otra eran oscuras como la noche, destellos morados y amarillos resonaban en minoría. Pero lo que inundaba aquella playa eran brillos plateados y blancos de hierro por doquier. El cuchicheo era infinito y no podía recoger las palabras circundantes en mis pensamientos por qué alguien ya las había pedido, o sea que ni mis pensamientos no me dejaban oír.

Todo se callaron cuando el tranvía subió desde la central de Dogma hasta el aire. Del cajón verde y amarillo salieron al menos mil manos que nos despidieron a todas y nosotras nos reímos y sonreímos hasta que aquel cajón no lo pudiéramos ver. Luego el silencio se despidió con una ola. Mi abuelo había llegado y ni nos habíamos dado cuenta, las lanzas empezaron a moverse de un lado a otro en las manos.

Mi Mikajila (mi lanza)  vibraba como un despertador atrasado y se trataba de mover a el mar. Estaba al menos 50 metros de donde el mar inundaba la orilla, Mikajila estaba furica e impaciente por lanzarse en busca de mi abuelo. Las demás chicas a mi alrededor corrían hacia las palmeras arrastrando a sus lanzas con ellas, estás no les obedecían como cualquiera objeto inanimado, ellas quería matarle.

Yo les copiaba y trataba de meterla en la arena de un movimiento, pero era como si todas fueran brújulas que apuntaban a el. Todas miraban al sol. Las Mikajilas doradas se movían sin cesar para todos lados y en más de una ocasión a la dueña se le soltó la mano de el mango de la lanza. Las negras con destellos morados se lanzaron contra el suelo y ahí se quedaron clavadas. No las podían sacar. Cuando las lanzas se lograron soltar las miramos todas en el suelo derrotadas, estaban todas en el suelo inmóviles...
Un grito se calló en los oídos de todos.

- ahí viene !!!! -

Las lanzas en un segundo salieron volando al cielo.

El calor me inundó.

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⏰ Última actualización: Dec 06, 2019 ⏰

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Said en alta MarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora