Los Humanos: Se acerca el Invierno

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La fría brisa marina entró por las ventanas del torreón en el que Jaime vivía. Llevaba tiempo despierto, aunque empezaba a ser una rutina diaria el despertarse tan temprano. Desde hacía unas semanas tenía un mal presentimiento sobre el futuro que parecía deparar a la Tierra. Eran sospechas infundadas, por lo que había decidido no comentárselo a nadie. Después de varios minutos contemplando el techo del alto torreón, en el que ahora descansaba el águila de su majestad, decidió que ya era hora de levantarse. Hoy era uno de esos días en el que detestaba su trabajo como ayudante de la princesa Eleonor, y se culpaba hora sí y hora también de no renunciar a este lujoso trabajo. Se cambió rápidamente y se apresuró a bajar las largas escaleras que dirigían a la calle. Al salir, un frío polar inundó su cuerpo delgado, haciendo así que un escalofrío le recorriese la espalda. El frío suponía la llegada de un invierno que aparecía en todas las canciones de los juglares y en las profecías de aquellos que decían mantener contacto con los creadores de la vida. Por desgracia, los presagios no podían ser más terribles. La guerra que tantos años habían estado intentando evitar parecía que se acercaba. Quizás por ello, desde que había oído una historia del único mago que se encontraba fuera de la Isla de los hechiceros y que yacía apresado en los calabozos del Rey Wicksoul, que auguraba el final más catastrófico para su próspera isla y aseguraba que solo una especie se alzaría entre las demás, no había podido conciliar el sueño sin despertarse súbitamente por las noches envuelto en sudores fríos e imaginando una pelea la cual nunca acababa bien. Despejando sus más profundos temores de la cabeza, Jaime empezó a andar calle arriba hacia el palacio de sus majestades. A los lados de la arena que servía como calle se encontraban ya puestos de mercaderes vendiendo todo tipo de productos, desde comida hasta paños que aseguraban haber pertenecidos a los piratas. De nuevo, viendo aquella camiseta desaliñada y ennegrecida de la suciedad, un escalofrío le volvió a recorrer el cuerpo. Jaime no era el hombre más valiente de toda su Isla, por lo que la mayoría de los súbditos de su majestad que aspiraban al cargo de ayudantes se planteaban porque un chico de tan solo veinticinco años, delgado y sin aparente fuerza era el elegido por la princesa Eleonor para que le acompañara a todas sus misiones oficiales y se encargara de su protección. Por suerte, su trabajo no se media en términos de valía. Su familia había sido ayudante de la familia Wicksoul desde que estos ascendieron al cargo después de la muerte de los anteriores reyes a manos de, según cuentan algunas canciones, los gigantes. Muy poca gente creía esta historia, porque esta raza inmunda nunca había sido vista fuera de los límites de su isla. Aun así, el abuelo de Jaime le había confirmado que en sus últimos años el Rey había perdido la cabeza asegurando que sabía cómo acabar con aquellas gigantes bestias, y según decía, una mañana de un intenso calor había zarpado junto a su esposa y un barco real donde remaban los esclavos para poner a cabo su plan. A partir de aquel día no se supo nada más de aquella pareja. Gracias a ello, los legítimos herederos se alzaron con el poder y conservaron a los ayudantes de la anterior realeza, mostrando así su profunda pena por su muerte. Por la muerte del abuelo, el padre de Jaime había dejado el puesto de ayudante de la princesa y había ascendido hasta el de servir a los reyes, dando así lugar a que el puesto a sirviente de Eleonor lo ocupara su hijo.

Unos minutos más tarde de andar por las frías calles repletas de gente y de pasar varias tabernas en las que se formaban peleas entre los borrachos, se presentó ante el lugar de residencia de la princesa. Como él, vivía en una torre, pero la de la hija de los reyes estaba decorada con todos los lujos posibles y los trofeos que ella misma había ganado en alguna pequeña batalla celebrada entre los ladrones que vivían en la isla. Los dos hombres que siempre montaban guardia ante la puerta dejaron pasar a Jaime y este comenzó a subir las escaleras de mármol. Al llegar a la habitación, un calor acogedor le recibió. En el fondo de la habitación yacía una chimenea en la que crepitaban unos troncos de madera que ardían bajo las llamas. En un gran sofá de piel, se encontraba Eleonor, que se concentraba contando las monedas de oro que llevaría para lo que tenía pensado realizar. Jaime pensó que la chica no había advertido su presencia, por lo que iba a saludar cuando habló.

En las lejanias del mar QuebradoWhere stories live. Discover now