La Decisión

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Las noches eran frías, los terrenos áridos en épocas como está

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Las noches eran frías, los terrenos áridos en épocas como está. Un incandescente aroma a mar golpeaba las piedras de la playa. Aquellas suaves ventiscas se transformaban en fuertes vientos, que golpeaban las ventanas de humildes cabañas.

Era un pueblo pequeño, cuales tierras producían los mejores frutos, en épocas de primavera. Un feudo sin precedentes, controlado por un conde. Pero no el conde de un reino europeo, sino un Vampiro, cuales ojos eran tan brillantes como la sangre a la luz de la luna.

Esa era la tierra que me acogió. Y mi señor era el amo de ese paraje.

Regiones enteras llegaban al castillo, cuales paredes eran cubiertas del más fino mármol. Los pasadizos tan lúgubres y con decorativos exóticos, cabezas de ciervos, garras de osos. No obstante siempre había algo que saltaba a simple vista, el cuadro de una mujer de no más de 25 años, ojos azul cristalino, acompañada de una blusa de noble y de un peinado escoses.

Para el resto del mundo era mediados del siglo XX. Pero para no nosotros era pleno siglo XXI. Las jóvenes del Sur del continente, vestían prendas llamativas, collares de piedras preciosas. Mientras uno vestía los más decentes harapos.

Había sido testigo de los más horrendos hechos, cuales ojos humanos no podrían contar. Había historias que se divulgaban por el oeste europeo, de crudeza y amor.
Las tardes, cuando el lecho del Conde era ocupado. Entre mis manos recogía aquella historia que se titulaba "La bella y la bestia", Como podría una joven enamorarse de tan despreciable ser pensaba al inicio. Al final del libro mi visión era otra.

-Cossete -dijo Lord Deymus.

-Diga Conde -respondí.

-Sueltad a los canes, iremos a cazar ciervos -informo.

-Como usted ordené -respondí.

La noche transcurrió. Y ningún ciervo fue capturado.

-Quédate -dijo-. No vuelvas hasta la mañana siguiente.

-Pero...

-Hay una cabaña al norte, a unos diez pasos -dijo-. Tengo un conocido, el te dará asilo.

Volteó a verme y mirando la luna menguante, despareció entre un montón de murciélagos.

-Argos, qué amor tan descortés -dije.

El can solo me quedo observando.

-Hueso, menudo amigo el vuestro.

En mi mente solo pasaban ideas descabelladas, torneadas rosas por un sin fin de lecturas de tardes de ocio.

-Vamos a casa -exhorte mirando a ambos canes. Monte a caballo y con la poca práctica, empecé a dirigirme al castillo.

Un amor NacienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora