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Para ser sincera, no soy esa chica conforme.

No tenía malas calificaciones, pero tampoco eran las mejores. Por eso no me becaron en ninguna universidad que solicité. Mi yo de diecisiete años recién ex-estudiante de una preparatoria pública de un pueblo en Texas además de no tener dinero, ahora tampoco tenía un lugar donde estudiar.

Y estudiar era mi sueño. Desde siempre deseé estar en esa onda universitaria, tener diferentes amigos, historias y por supuesto, aprender lo que me gustaba.

Claro que no dejaba atrás la idea de elegir lo que me gustaba y descartar mi preocupación por la horrible matemática.

Me desesperé mucho en pocos días. Sabía que en cualquier sitio al que iría a estudiar, no podría ser en Texas, donde ya rechazaban una a una mis solicitudes. El periódico nacional incluso admitió que ese año era duro para la vida académica. Había una enorme demanda de estudiantes. Casi el triple de lo que siempre había. Tenía pinta de que se reproduciría pasando los años. Y, en un apartado, también decían que la demanda estaba todavía peor en New York, Florida, Luisiana, California y Texas.

Casi incontrolable.

En resúmen, tenía que mudarme. Para estudiar necesitaba dinero, y para subsistir en ese lugar también.

Y no tenía ni un solo dólar en mi cuenta.

Las posibilidades que tenía para entonces de estudiar se habían vuelto un completo fracaso y terminé rindiéndome poco tiempo después.

Sin embargo, todo mejoró de la noche a la mañana.

Muchos meses luego, justo el día de mi cumpleaños dieciocho, el destino me regaló lo mejor que me dio jamás. Estaba viendo fotos en mi feed de Instagram cuando una publicidad se apareció en la pantalla. Era la imagen de una casa gigantesca y lujosa. En la parte superior de la foto decía: “El dinero no es el límite, participa”. En la ubicación ponía “Atlanta” y había cantidades inmensas de comentarios reaccionando a la foto.

Una cantidad inmensa de participantes.

Cuando me di cuenta que la publicidad la ponía un universitario que buscaba la compañera de cuarto ideal, que pagaría por la universidad y la estadía de la ganadora, ya que el dinero era lo de menos para él, seguramente fui la persona más activa en participar.

A fin de cuentas, dos semanas después, anunciaron los resultados.

Mamá, dos vecinas y cinco amigos de la escuela festejamos que gané.

El chico me felicitó a través de la mensajería directa de la app, me envió un boleto de avión a casa con destino a Atlanta, mamá evaluó que no fuera un psicópata y me dejó cumplir mi sueño. Hice mis maletas, abordé al día siguiente y en cuestión de horas ya estaba pisando el aeropuerto nacional de Atlanta, en Georgia.

Ya tenía idea de cómo era el chico del concurso porque me había metido cientos de veces su perfil, así que supe qué me esperaría. Supuse, claro, que a juzgar por la casa de la publicidad y el resto de fotos que había publicado, vendría en su lujoso Cadillac azul a buscarme, como en las pelis.

La mochila sobre mi hombro pesaba como nunca. Mientras seguía a la gente saliendo del avión, le envié un mensaje a mamá avisándole que había llegado. Guardé mi teléfono en mi bolsillo y subí la mirada. Había mucha gente esperando a los que desembarcaban, pero mi atención la llamó un tipo altísimo, afroamericano, que tenía pinta de Hombres de Negro y con un cartel en las manos que decía “Paige Gants”.

Y Paige Gants soy yo.

Entonces, me acerqué. Me sentí pequeña comparada con todo su cuerpo gigantesco y ejercitado. Pegué un brinquito cuando con su voz dura, preguntó:

Asaf y la alerta auxilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora