III. Asuntos de "reyes"

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¡Corre, hijo!

Arturo, como todas las mañanas, despertó de golpe justo después de escuchar ese grito, del cual estaba casi seguro iba dirigido a él. Su corazón latía con fuerza en su pecho y su respiración era irregular mientras trataba de recuperar la calma. Cerró los ojos e intencionalmente redujo su carga de oxígeno, como su maestro y amigo, George, le había enseñado años atrás. Lentamente su corazón se fue normalizando y tomó un profundo y cansado suspiro al darse cuenta de su entorno real.

No estaba en un muelle, ni había un caballero de cenizas y humo, tampoco una dama rubia, ni un hombre que le gritara que corriera. No, estaba en Londinium, en el burdel dónde había crecido, ¿cómo lo sabía?, por el hedor y el sonido de la actividad mañanera en el puente. Arturo había crecido dentro de esos muros inmorales y llamaba a las prostitutas que vivían en él su familia, pues en su cabeza él había nacido de una y ahora era responsable de protegerlas y administrar su trabajo.

Tiró de las mantas desganado y se incorporó en la orilla con cierta frustración. Jamás había logrado hilvanar ese sueño con algún aspecto de su vida o de su pasado. Una brisa fría se coló por la ventana haciendo que su camisa empapada en sudor se volviera gélida, por lo que tirando de ella por encima de su cabeza, se la quitó y haciéndola una pegajosa y húmeda bola de tela, la escurrió y la lanzó a un rincón de su habitación, inclinándose un poco hacia adelante.

Su cuerpo era áspero cubierto de músculos tensos, las gruesas cuerdas que formaban su espalda se deslizaron como grandes serpientes mientras él se levantaba de la cama. Se pasó una mano por el pelo rubio mientras se dirigía a su armario por algo de ropa, al llegar a él, metió la mano a ciegas y sacó una camisa blanca con un par de pantalones de cuero que luego arrojó a la cama mientras se dirigía al lavabo junto a su closet para remojarse un poco el cuerpo y la cara, luego se secó con un trapo y procedió a cambiarse de ropa, por último se colocó un gambesón blanco y así salió de su habitación.

Mientras caminaba por el pasillo, vio a varios hombres salir a tropezones de las habitaciones. En el burdel de "Red Lantern" siempre se encontraban todo tipo de hombres: desde los más adinerados nobles hasta las más despreciables ratas callejeras... él, por ejemplo. Todos esos hombres querían "algo" o más bien a "alguien" y por un precio podían tenerlo. Ignoró a los clientes y siguió de largo hasta bajar las escaleras hacia el comedor, en este, se encontraba una mesa circular en el medio con tres mujeres ya sentadas consumiendo el desayuno.

Las tres se adornaban a sí mismas con finas y coloridas telas que denotaban su prestigio en Red Lantern y las hacían deseables para los clientes adinerados o que simplemente querían algo de compañía femenina. Las tres estaban riendo, pero se callaron al verlo entrar.

Arturo, al ser el único hombre en Red Lantern todo el día, estaba acostumbrado a sentirse extraño, quizás algo fuera de lugar. Sin embargo, a medida que iba creciendo se hacía más alto y más fuerte, por lo que, mientras más su cambio físico avanzaba, él más se daba cuenta de que las miradas que le dirigían las mujeres pasaban de ser: "mira que niño más tierno" a "mira que hombre más guapo", y estando plenamente consciente de eso, se acercó a ellas con una sonrisa confiada y a medio lado.

– Buenos días, amores –las saludó mientras tomaba una copa hecha de barro y una jarra del mismo material, pero con vino adentro.

– Buenos días, Arturo –saludó una de ellas en un tono entre amigable y "amistoso". La mujer tiene ojos bonitos, cuerpo bonito y sobre todo una boca muy bonita. Arturo sonrió de sólo recordar las cosas que hicieron con esa bonita boca hace solo una luna antes.

– Hola, Grace –saludó específicamente a la que le había hablado– te ves bien, ¿gran noche?

– Decente –respondió con un cierto tono de picardía– pero aún nadie se compara contigo.

Reyes de Camelot || Arturo Pendragon (Rehaciendo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora