La única razón por la que me gusta el olor a salitre, el olor del océano, es por lo que significa: aventuras, seguir labrando la leyenda digna de un héroe…, pero, sobre todo, es por ella. Un mes entero junto a la persona que, años atrás, se atrevió a amenazar a su príncipe en la calle, en un callejón. Sin embargo, lo que verdaderamente hizo fue robarle el corazón y envolverlo en las telas que vendía. Lo había guardado en el camarote de la capitana del Sueño de Piedra. Sólo le permitía recuperar una parte de él una vez al año. Cuando Lynne se encuentra entre mis brazos, durmiendo tan plácidamente que temo despertarla con cualquier movimiento, es en ese momento cuando lo recupero sólo durante una luna.
Como cada vez que la pillo durmiendo, aprovecho para perderme en su rostro; en la tez bronceada por todas las horas en el mar, en su cabello, ahora suelto y haciéndome cosquillas en el cuello. Me habría gustado ver sus ojos castaños, me habría gustado quedarme embobado mirándolos… Arthmael el enamorado… Ahora mismo creo que no hay mejor sobrenombre que ese. Arthmael I de Silfos, el enamorado, aquel que amaba con locura a su esposa, la reina de Silfos, Lynne.
La ensoñación se rompe cuando ella se mueve, acurrucándose contra mí. No puedo evitar sentirme afortunado. Arthmael el afortunado, mejor. Porque eso es lo que he sido desde que conocí a Lynne. Afortunado por ese beso que me dejó esperando por más, sin saber que en realidad aquel gesto significaría tan poco. Afortunado por encontrar a un joven hechicero que nos daría una razón para unirnos en aquel viaje.
Sí, me gusta cómo suena, Arthmael el afortunado... Repetirlo no hace que me suene peor, al contrario.
Comienzo a pasar los dedos por el brazo de Lynne, dejando unas pequeñas caricias, sólo un pequeño roce. Sonrío antes de darle un beso en la cabeza y me arrepiento al instante. En cuanto abre los ojos con una expresión adormilada, sonríe. Y, aunque no es el gesto burlón de siempre, va cargado de un amor incondicional que hace que me derrita.
—Buenos días. —Murmura, y yo noto cómo los labios me tironean un poco más hacía arriba. Su voz suena adormilada, bueno, toda ella lo está. Sólo puedo pensar una cosa: está adorable.
—Buenos días. —respondo, sentándome en la cama. En cuanto estoy lejos de ella, de su cuerpo, llega el escalofrío y tengo ganas de volver a abrazarla y quedarnos así todo el día. Cuando ella se incorpora, me deleito la vista. Sé que va a soltar el comentario incluso antes de que una traviesa sonrisa se adueñe de sus labios, y es, precisamente por eso, por lo que llevo las manos a su cintura y a pego a mí justo cuanto abre la boca, sellándola con un beso. Escucho su protesta antes de que llegue a corresponder. Nos dedicamos algo más de atención antes de separarnos, aun así dejo una caricia con el pulgar en su mejilla.
—Parece que alguien ha tenido un buen despertar. — ¿Cómo no va a serlo? Dejo un beso en su frente antes de que se levante. Me cuesta dejarla ir por eso la sigo con la mirada, atento a cada movimiento que hace y, cuando la burla llega, ni siquiera soy capaz de negarlo—. Me vas a desgastar de tanto mirarme.
¿Y cómo no hacerlo? Si es preciosa.
—Si no fuera por lo bien que te quedan las calzas no te dejaría vestirte.
—Ni salir de la cama.
No intento contener la carcajada y tampoco quiero, tiene razón.
Busco mi ropa entre el caos en el que se ha convertido el camarote, no con la atención que debería, el torso desnudo de Lynne me distrae constantemente. Lo sabe y disfruta de ello mientras busca con una lentitud parsimoniosa su camisa y su corpiño. Me obligo a poner la atención en buscar la mía. No la encuentro. Frunzo el ceño. Miro debajo de la cama. Escucho una risa. Su risa. Alzo la vista y la veo, tiene ese gesto que solamente me gusta que desaparezca entre besos.
—¿Buscas algo?— No sólo hay diversión en la forma en la que me mira, sino también en su tono de voz. Juega, queriendo parecer distraída con la camisa. Sólo puedo sonreír embobado, completamente embelesado por la imagen que me regala. Y nuevamente me considero el hombre más afortunado del mundo, por ella, por la imagen que ella misma me muestra. Por sus juegos, por su confianza, por cómo se entrega. Por cada broma o burla en nuestro juego. Me acerco a ella, tirando suavemente del cuello de la camisa, de mi camisa. Ella da un paso, sonriendo satisfecha. ¿Qué cara estaré poniendo?
—Creo que cierta mercader tiene algo que me pertenece.— Murmuro justo cuando nuestras respiraciones se entremezclan de nuevo. Es ella quien acorta la escasa distancia que nos separa. Me pierdo con su beso, con el sabor de sus labios, con las manos que acarician su cintura. Sonrío y ella lo hace también. Nos separamos y ella termina por darme un beso en la frente.
Cuando finalmente se quita mi camisa y se pone su ropa, no contengo mi puchero. Mientras ella se dirige a la cómoda me pongo la camisa antes de seguirla, mirando detenidamente el objeto que tiene entre las manos. Cuándo se lo quito y la guio hasta la cama, ella rueda los ojos.
—Arthmael, ya sé que eres insaciable, pero todo el mundo ha empezado a moverse en el barco. —ahora es mi turno de rodar los ojos. Aunque la siento en la cama, no comento nada. Cuando me siento detrás de ella, ella se gira con la incomprensión adornando su rostro. Hasta que lo hace y sus mejillas enrojecen. Me rio entre dientes mientras llevo la mano hasta la cascada castaña. Paso los dedos por su pelo, tratando de no pegar ningún tirón y comienzo a peinarla, hago algo más de fuerza cuando el cepillo pilla un enredón y murmuro una disculpa, Cepillo hasta que noto la suavidad al pasar mis dedos. Por un instante me acuerdo del joven hechicero que adoraba los cuentos, quizás ahora Lynne fuera una princesa de un de esas historias, esa a la que peinaban hasta cien veces para dejar su cabello suave, sedoso y brillante.
Es entonces cuando empiezo a trenzar, pensé que sería más sencillo, pero cuando finalmente está la trenza hecha, no es ni la sombra de la que suele llevar. Al verla, Lynne ríe, aunque yo trato de parecer digno, sé que no lo consigo al ver cómo se me queda mirando. Empiezo a hacerla de nuevo, una, dos, tres veces… Al final, sale algo parecido y yo paso con cuidado los dedos.
Recuerdo una trenza que me llegó, cortada.
Quiero olvidar.
Cuando Lynne se mueve y me besa, yo olvido. Siendo nosotros la cura para nuestras heridas.
—Definitivamente, hacer trenzas no es lo tuyo. —a su burla, yo me quejo. Empezamos de nuevo ese tira y afloja, ese juego tan nuestro. Cuando salimos del camarote, la tripulación sólo se detiene un instante y creo saber que están mirando. Porque cuando la capitana del Sueño de Piedra tira de mi mano, sólo puedo ver su sonrisa burlona, pero en sus ojos, puestos sobre mí, veo todo el amor que no decimos y dejamos encerrado en su camarote.