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Nieva sobre Edimburgo el 16 de abril de 1874. Un frío gélido azota la ciudad. Los viejos especulan que podría tratarse del día más frío de la historia. Diríase que el sol ha desaparecido para simple. El viento es cortante; los copos de nieve son más ligeros que el aire. ¡BLANCO! ¡BLANCO! ¡BLANCO! Explosión sorda. No se ve más que eso. Las casas parecen locomotoras de vapor, sus chimeneas desprenden humo un grisáceo que hace crepitar el cielo de acero.


Las pequeñas callejuelas de Edimburgo se metamorfosean. Las fuentes se transforman en jarrones helados que sujetan ramilletes de hielo. El viejo río se ha disfrazado de lago de azúcar glaseado y se extiende hasta el mar. Las olas resuenan como cristales rotos. La escarcha cae cubriendo de lentejuelas los gatos. Los árboles parecen grandes hadas que visten camisón blanco, estiran sus ramas, bostezan a la luna y observan cómo derrapan los coches de caballos sobre los adoquines. El frío es tan intenso que los pájaros se congelan en pleno vuelo antes de caer estrellados contra el suelo. El sonido que emiten  al fallecer es dulce, a pesar de que se trata del ruido de la muerte.


     Es el día más frío de la historia. Y hoy es el día de mi nacimiento.


Esta historia tiene lugar en un vieja casa asentada sobre la cima de la montaña más alta de Edimburgo—Arthur's Seat—, colina de origen volcánico engastada en cuarzo azul. Cuenta la leyenda que fue el lugar elegido por el bueno del rey Arturo para contemplar la victoria de sus huestes y para, finalmente, descansar. El techo de la casa, muy afilado, se eleva hasta alcanzar el cielo. La chimenea, en forma de cuchillo de carnicero, apunta hacia las estrellas y la luna. Es un lugar inhóspito, apenas habitado por árboles.

    El interior de la casa es todo de madera; parece un refugio esculpido dentro de un enorme abeto. Al entrar, uno tiene la sensación de hallarse en una cabaña: hay una gran variedad de vigas rugosas a la vista, pequeñas ventanas recicladas del cemenferio de trenes, una mesa baja armada con un solo tocón. Tambien hay un sinfín de almohadas de lana rellenas de hojas que tejen una atmósfera de nido. Este es el ambiente acogedor de la vieja casa donde asisten un gran número de nacimientos clandestinos.

     Aqui vive la extraña doctora Madeleine, comadrona a la que los habitantes de la ciudad tildan de loca, una mujer de avanzada edad que sin embargo todavía conservaba su belleza. El fulgor de sus ojos permanece intacto, pero tiene un gesto contraído en la sonrisa.


La doctora Madeleine trae al mundo a los hijos de las prostitutas, de las mujeres desamparadas, demasiado jóvenes o demasiado descarriladas para dar a luz en el circuito clásico. Además de los partos, a la doctora Madeleine le encanta remendar a la gente; es la gran especialista en prótesis mecánicas, ojos de vidrio, piernas de madera. Uno encuentra de todo en su taller.                     

    Estamos a finales del siglo 19, por lo que  no es difícil convertirse en sospechosa de brujería. En la ciudad se rumorea que la doctora Madeleine mata a los recién nacidos y los transforma en seres a los esclaviza. También se comenta que se acuesta con extrañas aves para engendrar monstruos.


En este lugar mi joven madre está dando a luz, y mientras se esfuerza en parir, observa a través del cristal cómo los pájaros y los copos de nieve se estrellan contra la ventana silenciosamente. Mi madre es una niña que juega a tener un bebé. Sus pensamientos derivan hacia la melancolía; sabe que no podrá quedarse conmigo. Apenas se atreve a bajar la vista hacia su vientre, que ya está a punto de dar a luz. Cuando mi nacimiento es inminente, sus ojos se cierran sin crisparse. Su piel pálida se confunde con las sabanas y su cuerpo se derrite en la cama.

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⏰ Última actualización: Dec 27, 2019 ⏰

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