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Ya era noche total cuando la viejita se durmió, encogida y temblando de frío.

Echada a su lado -sobre el suelo y también temblando-, Romi permanecía despierta en la oscuridad. Le asustaba el silbido del viento y las uñas de la nieve, raspando la ventana y la puerta de la cabaña.

Desde el río encrespado le llegaban -para colmo- las inquietantes voces del agua.

La muchacha sentía que se estaba congelando -tanto de frío como de miedo- pero -finalmente- el cansancio pudo más y -también- se quedó dormida.

Pasada la medianoche y cuando la tormenta continuaba azotando la cabaña, Romi se despertó, de repente.

Un leve roce -como de mano de nieve sobre su frente- la había traído de vuelta del sueño.

Se inquietó: la puerta estaba entreabierta -a pesar de que ellas la habían cerrado bien- y una misteriosa luminosidad le permitía ver -claramente- el interior de la habitación.

Mejor no hubiera visto nada, porque lo que vio la llenó de espanto: un increíblemente hermoso caballero (de belleza masculina, aclaremos), apenas un poco mayor que ella, blanco desde los cabellos a los pies y vestido íntegramente de blanco, se reclinaba sobre la viejita Gudelia y le soplaba a la cara con furia. Su aliento podía verse con nitidez. Era como una cinta de humo -también blanco- desenrollándose de su boca.

Romi quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Sin embargo, fue como si hubiera gritado, porque 

¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora