Silencio

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Conocía los protocolos. 

Prender inciensos en ciertos lugares, mantener una habitación siempre vacía, en qué lugar realizar las abluciones antes de entregar la ofrenda. Entrar siempre por el costado, nunca por enmedio. Dos palmadas, dos rezos. Los conocía al dedillo porque su vida había florecido al lado del templo como una enredadera. Desde que pudo andar siguió a su padre hasta las faldas de la montaña donde se ubicaba el templo y leía la fortuna. Su madre siempre debía jalar su mano con un poco más de fuerza que a su hermano para que volvieran a casa.  Se entretenía en las tareas diarias, jugando con su hermano y viendo la tarde despegarse del cielo como una hoja para caer hacia la noche. Su padre regresaba  cuando ya debía estar durmiendo pero Muichirou lo esperaba siempre para escucharlo hablar de la gente y sus fortunas, de  las buenas, las malas y las terribles. Lo entretenía  hasta que se quedaba por fin dormido muchas veces sobre la mesa mientras el hombre cenaba y su madre y hermano ya estaban durmiendo. Yuichirou era más apegado a su madre, él prefería las labores hogareñas, juntar la leña para venderla en el pueblo y ocuparse de tener la comida hecha. Solía reprender mucho más que sus propios progenitores a su gemelo porque su cabeza solía perder el riel con facilidad y era titánico mantenerlo en la realidad. La realidad era que Yuichirou veía siempre con suspicacia la labor de su padre, seguro que no eran nada más que charlatanerías. No era tan poco humilde como para cuestionar sobre eso a nadie, pero Muichirou lo sabía, lo sentía en esa sonrisa ladeada, irónica cuando escuchaba al hombre hablarles de lo que debía ser una fe pero para él no era más que pura magia.

Magia que se desvaneció cuando apenas tenían once años y su padre les besó la frente antes de salir esa mañana de nieve. Les pidió que no lo siguieran, con una mirada tan mansa en esos ojos de cristal rojizo que  puso las alertas a punto en Yuichirou. Era mucho más intuitivo que Muichirou después de todo. Algo andaba mal, lo sabía en un lugar que no tenía palabras para decirse sino relieves para sentirse. Quiso detenerlo, jalar la falda de su madre pero ambos le miraban con resignación. Les pidieron que fueran buenos mientras volvían y Yuichirou sintió un grito congelarse en su garganta mientras salían, mirando con rabia la mano de su hermano despidiéndose sin leer lo que estaba pasando. Murieron a medio camino, sepultados bajo una avalancha casi al instante y al menos podía agradecer que no hubieran sufrido.  Aunque pensaba que lo merecían, asustado de su propia rabia. Porque ellos lo sabían, sabían que iban a morir ese día y no lo evitaron. Podían haberse quedado ese día en casa, jugar a las sombras formadas con el fuego mientras se cocía el arroz, podría haber tolerado las ridículas historias de su padre, podrían haber tallado caballitos de madera mientras la nieve pasaba. Odiaba recordar ese gesto sumiso y resignado. El destino no está trazado, estaba seguro que todos los que iban con su padre era más por esa cultura de " más vale creer que dudar" que por real fe y sabía que ellos no habían pronosticado su muerte por un sexto sentido sino por la pura apreciación del panorama nevado. 

No los perdonaba, no podía aunque sabía que aquello era un pecado.  

Estaban a mano por haberlos dejado huérfanos. Aunque Muichirou llorara tanto y le intentara convencer para que no guardara algo tan duro en su alma no escuchaba razones y por el contrario decidió que si quería que ambos sobrevivieran debía crecer por los dos y endurecerse. Ya que era quien mejor conocía el oficio, decidió que podía ir al templo a ocupar el lugar de adivinador que dejó su padre. Muichirou se negó al principio, recalcando lo doloroso que era, todo lo que suponía aquello pero Yuichirou le hizo ver de una forma mucho más cruel que era débil y tonto y no podría ocuparse de la leña. Era la única familia que le quedaba en el mundo y por eso se guardó pétalo a pétalo todo lo amargo en el alma.

Crecieron como pájaros desorientados ante la difusa niebla de la mañana, cobijados por el doloroso manto de la sobrevivencia y la desesperación de estar cada quién jalando una piedra que no podían compartir porque un abismo se fue abriendo entre ellos con tal sutileza que no lo notaron hasta que ya fue insalvable. Yuichirou le era más extraño que los perros callejeros que a veces se acercaban para que les compartiera su comida. Podían pasar semanas sin cruzar una palabra a pesar de lo estrecho de su vivienda, de lo cerrada que era su rutina. Muichirou le puso una pausa a su corazón como defensa ante lo desolado que se sentía todo el tiempo, con ese gesto de no estar en ningún lado que si bien en su trabajo le agregaba misticismo y realismo a sus predicciones en su alma iba cubriendo de sargazo. 

Conocía los rituales, todos, sin embargo sentía especial afección por la habitación vacía donde se suponía vivía el dios del templo al cual un día simplemente olvidó. El silencio era por respeto a esa presencia intangible, mezclada con el vapor de la comida haciendo un cristal que no podía romper hablando, mirando. 

El silencio era el dios que habitaba en su casa.



Muichirou veía las olitas que hacían las hojas en el suelo, media tarde de otoño y el calor agradable de la calma le trepaba por los brazos, por el cuello hasta dejarle una especie de sonrisa ausente, la visita guiada tardaría un par de horas en terminar y tenía ese lapso para relajarse, para divagar. Últimamente había muchas personas revoloteando el templo y aunque eso significaba más trabajo también significaba más dinero. Todos turistas entusiasmados por recorrer los espacios que el tren acortaba. Muichirou a veces quería salir, montarse en ese animal de hierro y fuego que le cautivaba, convencer a su hermano de tomar vacaciones.La fantasía no sobrevivía al cruzar la puerta. Olitas de hojas en el mar de cemento que era la entrada al templo, los rayos de sol en el suelo y unas sandalias destrozando su visión. 

Parecía un viajero desubicado si lo juzgaba por la valija de cuero marrón y el haori verde a cuadros negros, pero su rostro amable y cálido no parecía perdido. Su caminar no era de alguien extraviado y podía ser que la valija contuviera una ofrenda o estuviera volviendo, no partiendo. Volvió a mirar su rostro al ver que se acercaba a él, se apresuró a sujetar el recipiente hexagonal aunque tenía tanta pereza. 

-Lo lamento- su voz era igual de amable que su rostro, una fina serie de facciones varoniles, los ojos de un tono borgoña que aceitunaban más su piel, su cabello oculto por el sombrero  y una marca en su frente que sobresalía-no soy demasiado creyente de la fortuna, sin embargo lucías tan triste que no pude evitar venir a hablarte- enmudeció al verlo extenderle una flor campestre, recién cortada- tienes unos ojos tan bonitos, deberías estar sonriendo- 

Muichirou sintió los dedos temblarle mientras aceptaba la flor, esperando que el chico dijera algo más, le diera un nombre, algún pedimento, lo que fuera. No que se despidiera con ese gesto del sombrero.  Guardó la flor entre su ropa, en su pecho para no olvidarlo cuando volviera a casa. 

Manzanas de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora