Aquel día estaba de un humor de perros. El sol entraba por las cortinas insolente, como queriendo recordarme que el día podría haber sido mejor, iluminando la pila de papeles que tenía en la mesa de mi estudio. Mi mesa de trabajo siempre era un pequeño desastre dentro del orden hierático de la casa. Los papeles se agolpaban sobre la madera negra como un caos permitido en mi oficina repleta de libros ordenados por colores y formas, en esta casona de tres pisos en la que nada estaba fuera de su sitio. Aunque resulte extraño y contradictorio, a pesar de ser un fanático del orden, encontraba cierto placer en el estado desastroso de mi roncón favorito de la casa. No sé cuando empezó a estar desordenado: tal vez fue cuando los pedidos comenzaron a agolparse con relativa urgencia, o cuando Sofía se vino a vivir conmigo y ya no pude disponer igualmente de la mesa del salón; o tal vez cuando vinieron los niños, revolviéndolo todo. Oh, vamos, no tenía sentido culpar a los niños de esto: jamás entraban en mi despacho, de hecho, ni tan siquiera subían al piso de arriba cuando aún eran niños. La culpa siempre había sido mía y de nadie más.
Por lo demás, mi vida siempre había sido la personificación de las ideas del orden y la corrección Había sido un hijo y estudiante comedido y responsable que obtuvo su título de traducción con una de las notas más altas de mi promoción, lo que me permitió a ponerme a trabajar rápidamente y a iniciar una vida estable fuera del nido con velocidad. Ningún exceso o evento destacable en mi juventud, ninguna locura que le pudiera quitar el sueño a mi madre. Cuando llegó el momento, conocí a una mujer tranquila de belleza serena con la que salí un tiempo, me casé, me compré una casa y tuve dos niños mientras mi carrera profesional prosperaba hasta el punto en el que se mantuvo hasta que cumplí los cuarenta. El ritmo de trabajo era extenuante, pero la traducción seguía siendo un proceso de orden, clasificación y clarificación. En mi vida nunca acontecía nada realmente excepcional, y yo era feliz de esa manera. Sólo de vez en cuando el caos podía escaparse de la mesa de mi escritorio, como hoy. EL coche de mi mujer se había estropeado por la mañana, cuando llevaba a mi hija menor, Elena, a la prueba del maquillaje para su boda, y yo había tenido que abandonar la corrección de mis textos –mi parte preferida del proceso- para salir al escenario bélico que era el tráfico matutino en esta ciudad. Tuve que volver en transporte público y llamar a la grúa, y eso me hizo perder el tiempo suficiente en la ciudad como para estar seguro de que no acabaría el trabajo antes de medianoche, como estaba previsto. Cuando por fin llegué, de nuevo a la seguridad del hogar me di cuenta de que mis llaves estaban puestas en el contacto del coche, así que tuve que recurrir a mi vecina –siendo aquí “vecina” un apelativo demasiado grande para una casona situada a cas cinco kilómetros de la mía- para que me abriera la puerta. Cuando por fin puse un pie en la moqueta de la entrada, casi subí las escaleras corriendo hasta mi caótico espacio personal, pero las complicaciones de la mañana no habían terminado. Mi vecina, una mujer relativamente anciana, cerró la puerta de la entrada dando dos vueltas con la llave y encerrándome en mi propia casa. Eso me fastidió levemente, pues pensaba pedir que me trajeran comida por encargo de mi restaurante favorito y no podría abrirles la puerta. Busqué mi teléfono móvil en los bolsillos para tratar de contactar con mi mujer y contarle que estaba encerrado, pero no lo encontré por ninguna parte.
Estaba de un humor de perros. Sencillamente, no podía concentrarme sabiendo que uno de mis objetos personales –uno muy importante- se encontraba en localización desconocida, y ello me impedía pensar con claridad. ¿Qué podía hacer?
Entonces el teléfono sonó.
Di un pequeño respingo y me apresuré a coger el terminal de nuestra línea fija, en el salón del primer piso. Había sido un idiota al no pensar en ella, me dije mientras descolgaba. Nadie respondió al otro lado de la línea, pero no le di importancia: probablemente sería publicidad o alguna tontería sobre el tercer volante del traje de novia de mi hija a la que no sabría responder adecuadamente. Ahora podía llamar a mi esposa para que esta me sacara de aquí, o, al menos, para volcar en ella la retahíla de quejas que iban a hacer mi cabeza explotar si no las vertía en alguna parte; pero antes averiguaría dónde había dejado mi teléfono. Marqué mi número mecánicamente y esperé a escuchar el sobrio pitido que había escogido para él. A pesar de darme señal, no lo escuché sonar en mi hogar, lo cual era extraño. Descendí con el aparato inalámbrico por las escaleras hasta la entrada, esperando escuchar su timbre, pero no sucedió. En su lugar, alguien cogió el teléfono.