Capítulo 23.

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Corría sin parar, no podía detenerme. Aquella casa era horrible, no la casa en sí si no las sensaciones que me transmitían. Quería huir lejos, necesitaba hacerlo.

Las plantas de mis pies dolían por lo fuerte y rápido que pisaba la tierra, el frio se colaba por mis piernas desnudas. No tenía ni idea de cuando me había puesto este vestido blanco y tampoco quería saberlo. El sonido del mecimiento de los árboles era aterrador y deseaba hundirme en la tierra para no tener que soportarlo más tiempo.

Por un efímero segundo, mi mirada se desvió hacía mis espaldas. Solo quería saber si alguien me seguía, si él me seguía. Aquella mariposa... volaba tras de mí. ¿Por qué no se iba? Quería que se marchara.

—¡Lárgate!—grité sin dejar de correr.

El cansancio empezaba a notarse en cada uno de mis músculos pero intenté no prestarle atención, no ahora. Mi pie tropezó contra algo duro, al sentir el choque de mis dedos contra aquello no pude evitar emitir un grito ahogado de dolor, antes de caer al suelo bruscamente.

Pegué mi frente al suelo, sintiendo como el dolor se extendía por mi pierna. Era insoportable, creí que me había partido algún hueso. Una mano se posó en mi hombro y dio un suave apretón en mi piel, como si estuviera intentando reconfortarme. Mágicamente el dolor comenzó a desaparecer de a poco hasta que no quedo nada, solo un pequeño pinchazo que de igual manera se desvaneció.

Levanté lentamente la mirada, encontrándome con un niño de unos siete años que me tendía una de sus manos, mientras la otra permanecía apoyada sobre mi hombro. Sus ojos me impactaron, aquel verde esmeralda tan hermoso, infantil y lleno de vida.

—¿Te encuentras bien? —preguntó preocupado, agachándose hasta estar a mi altura.

Lo miré a los ojos directamente, él hizo lo mismo conmigo.

—Sí —contesté sin más.

Una suave risa salió de sus labios.

—Te has dado un buen golpe. Siento que fuera mi pie con el que chocaras.

Abrí mis ojos sobresaltada. Noté un peso muerto en mi espalda, me giré lentamente para confirmar que se trataba de Ingrid. Quien dormía plácidamente enganchada a mi espalda como un mono, su rostro se veía tranquilo y adormecido.

La noche anterior, luego de salir de la habitación de Victoria comenzó a llover y a escucharse fuertes y ruidosos truenos. Mi mejor amiga, como toda una miedica de las tormentas, no pudo evitar echarse encima de mí sobre la cama. Accedí a que durmiera conmigo solo porque sabía que su fobia a las tormentas era más grande de lo que cualquier persona podría imaginar.

Volví a posicionarme en la postura en la que me desperté, en posición fetal, y cerré mis ojos queriendo poder dormir un rato más. Pero el sonido de mi teléfono me hizo abrir los ojos sobresaltada de nuevo, como siguiera en este paso conseguirían que me diera un paro cardíaco.

Con un leve aceleramiento en el ritmo cardíaco estiré mi brazo hasta palpar con mis dedos mi teléfono que se encontraba en la mesita de noche. Con los ojos entrecerrados miré el nombre de la persona que me llamaba: Victoria.

Hice una mueca de confusión si saber el motivo de su llamada, desbloqueé el móvil y le di al botón de aceptar la llamada. Llevé el móvil a mi oreja.

—¿Si? —contesté.

—Baby, necesito que me hagas un favor —se adelantó sin siquiera saludar, me quité el brazo de mi amiga a mis espaldas que me rodeaba el cuello, y me incorporé en la cama quedando sentada de lado.

Un perfecto verano © (Completa, en edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora