XXXIX

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 Resuelven que es mejor alejarse del barullo de la fiesta, y caminar hacia las afueras de la ciudad.

«A la colina donde compartimos tantas puestas de sol», es algo que ninguno dice, pero ambos piensan.

Los dos se alejan en silencio, y la distancia que los separa es de apenas centímetros, mas se les hace infranqueable.

Crowley no entiende a qué se debe esta distancia.

Aziraphale lo entiende demasiado bien, más que Crowley, y no sabe cómo ponerla en palabras, pues todo es tan... indescriptible que es, francamente, ridículo.

Así que, cuando finalmente alcanzan la cima de la colina desde donde ven la inmensidad del pueblo, Crowley chasquea sus dedos y una manta aparece en el lugar usual que siempre han elegido.

(Esto les duele a ambos, el gesto familiar y la incertidumbre, pero ninguno lo dice, ninguno esboza siquiera un intento de poner esta sensación de avanzar permanentemente a oscuras en palabras).

Sin embargo, los dos toman asiento, y Crowley murmura un débil:

—¿Quieres tomar algo, ángel?

El apodo es cariñoso, un chiste interno de hace añares, mas no hace nada más que arañar el interior del pecho de Aziraphale, tal y como obliga a la voz de Crowley a quebrarse.

—Preferiría estar sobrio para esta conversación —replica Aziraphale, y Crowley asiente débilmente.

Ambos tienen la expresión de dos ovejas encaminadas al matadero, y esto es algo que sorprende a Aziraphale, quien sabe que es él quien se merece todo el oprobio y la rabia de parte del hechicero.

Peor aún si supieras, se dice.

Pero, bueno, ahora lo sabrá, ¿no es así? Para eso están aquí, ¿cierto?

Es entonces que, cuando Aziraphale abre la boca para hablar, Crowley se le adelanta:

—Si ya no querías ser mi amigo podrías habérmelo dicho, Aziraphale.

Las palabras se sienten como un golpe en el estómago —quizás, incluso, un hueso roto—, y justamente por eso Aziraphale tarda un momento en entender qué está sucediendo.

—Yo... ¿qué?

—Si no querías ser mi amigo —insiste Crowley y, terco como es, mantiene su mirada al frente, incluso cuando sabe que Aziraphale lo está mirando fijamente; a sus pies, las luces nocturnas de la ciudad crean un bello resplandor que, sin embargo, no logran apagar el de las estrellas por encima de sus cabezas—, si querías terminar esta amistad, lo habría entendido. Solo tenías que decírmelo.

Aziraphale se apresura, ahora que entiende lo que está ocurriendo, a contradecirlo:

—No se trata de eso.

—¿Entonces de qué se trata, Aziraphale? —La voz de Crowley es acusatoria ahora y, como el mirar fijamente al sombrerero no basta, se saca las gafas para hacer patente su desesperación—. Te pienso muerto por año y medio, y luego recibo una invitación de... de la reinauguración de tu tienda —No puede, no realmente, hablar sobre la mujer que recuerda, aquella que la existencia de la muchacha morena de la tienda contradice—. Una invitación que, según veo, tú no querías que me llegara.

Aziraphale traga saliva ante esto, porque todo lo que ha dicho Crowley es la verdad.

Decide que lo más honesto que puede hacer es confirmarle que no, no está equivocado, y que esa invitación llegó por error a él. Por decisión de personas que no eran él.

El castillo ambulante de CrowleyWhere stories live. Discover now