El fuego de la forja iluminaba la estancia. Chispas brotaban al compás del metal contra el metal. El ritmo armónico del martillo marcaba la canción de las antiguas armas, forjadas por una melodía. Un perro se sentó a su lado.
—¿Tienes hambre, Terf? —dijo el herrero sin apartar la vista de las llamas.
El perro apoyó una de sus patas en la pierna del Herrero mientras ladraba. Sus fauces brillaban como las brasas.
—No te preocupes, solo llevamos unos meses aquí —dijo mientras se agachaba y acariciaba la cabeza de su perro—. Somos unos desconocidos, es normal que nos eviten. Ya tendremos tiempo de conocer a esta gente cuando terminemos de reconstruir la armería.
Terf abrazó al herrero, apoyando su cabeza en su hombro con la lengua fuera. El herrero envolvió a su perro en sus brazos, abrazándolo con fuerza.
—Yo también te quiero. Todo mejorará, ya verás —asintió mientras una lágrima recorría su rostro —. Todo mejorará.
Los gritos llegaron horas más tarde.
Terf se levantó rápidamente, gruñendo. El herrero se acercó a la ventana con el martillo en su mano, lo apretaba con fuerza. Las personas corrían con pánico y se escondían en sus casas. "Los ha matado" es lo único que pudo distinguir de entre los gritos.
—Quédate aquí, Terf. Voy a echar un vistazo.
Terf asintió con un gruñido. Con martillo en mano, el herrero salió por la puerta de madera. El sol se escondía, revelando las primeras estrellas.
El aire olía a sangre y ceniza, un olor que le pareció extrañamente familiar. A medida que avanzaba, el olor se incrementaba y comenzó a sudar. Sus músculos se tensaron y sus venas comenzaron a brillar como las llamas.
Sangre, los cuerpos yacían cubiertos de sangre y ceniza. En el centro de la masacre había un caballero. Le faltaba un brazo y portaba una extraña espada con un ojo.
—¡Quién eres! —gritó el herrero mientras observaba la sangre—. Pagarás por cada muerte.
El caballero continuó su marcha con su espada arrastrando por el suelo. El filo era aterrador, brillaba y no estaba salpicado por la sangre. Emitía un suave tintineo.
—¡Maldición! —dijo mientras alzaba su martillo. Su cuerpo comenzó a brillar más—. ¡¿Cómo tienes una espada mata dioses?!
El caballero se abalanzó con su hoja en alto. El herrero cogió aire y bloqueó el golpe con el martillo. Muerte contra vida. Se produjo un susurro. El martillo estalló, empujando al herrero hacia atrás.
Intentó reincorporarse, todo daba vueltas, su cuerpo palpitaba como una llama a punto de apagarse. El sudor inundaba su cuerpo. Le costaba respirar. Una espada se posó en su cuello, un ojo lo observaba sin rabia.
—¿Qué... eres? —preguntó observando el rostro de la muerte.
El errante levantó su espada, con la punta apuntando directamente a su corazón. Fuego. Una llamarada impactó contra el espectro, haciéndole retroceder. Terf gruñía con fuerza, su cuerpo ardía. Las llamas cubrían el paso de la bestia, incendiando el poblado. El fuego lo transformaba, garras más fuertes, unas alas llameantes y una cola afilada. Era como un pequeño dragón.
Terf escupió una bola de fuego. La mata dioses la partió por la mitad con un suspiro. Gruñó y desplegó las alas, abriendo sus fauces mientras se abalanzaba contra el errante. Retrocedió fuera del alcance de la bestia, apoyando su espada en su hombro, con destellos rojos en sus ojos. Terf se acercó al herrero, que se incorporaba.
El fuego barría toda la zona, los gritos cada vez se alejaban más. El aire se volvió denso por la ceniza. La fuerza regresaba a sus manos.
—Tienes razón Terf, hay que aceptar lo que somos —dijo con la cabeza gacha mientras levantaba uno de sus brazos con la palma abierta—. El fuego arde en mí.
Las llamas recorrieron su cuerpo. Sus ojos ardían, el fuego de la furia. Una llamarada llegó hasta la palma de su mano, atravesando el viento con un silbido. Flamígera salió de las flamas, con un incendio en su interior. Era de plata, una mata dioses imperfecta.
—Las llamas me guían, el fuego de la vida arde, las cenizas son tu destino.
La vida se enfrentó a la muerte.