MATAR A RAÚL

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Lo tenía muy claro, desde el momento en que comenzó a dirigirse a la casa, y mientras subía los escalones de cemento, impregnados por el olor de la sangre de los tantos muertos, de allí y más allá, que transustanciada en el aire, adquiría el particular aroma de la barriada. Lo tenía muy claro, mientras entraba, y atravesaba la calamina oxidada, que emitió un crujido elástico a lo que le permitía el paso. Porque incluso antes de hacer todo esto, ya en su cabeza repicaba esa orden, martillándole el interior del cráneo.
    <<Matar a Raúl…, Matar a Raúl…, Matar a Raúl…>>
    Lo encontró tendido a lo que daba su cuerpo en la perezosa de mimbre, con la barriga oleosa y sudada expuesta al sol.
Al escuchar el ruido de la hojalata, Raúl volvió la cabeza. Y allí, frente a él estaba la silueta del hombre que aquel día planeaba matarlo.
El rostro moreno de Raúl esbozó una sonrisa. Y su asesino lo contempló en silencio.
-¿Qué haces ahí parado, menor? –Dijo, y con su mano, Raúl señaló hacia  el rincón en donde estaban apiladas las cuatro sillas plásticas- Trae una silla.
    El hombre acercó la silla, y después de ponerla a su lado se sentó.
    Desde la azotea se podía ver los techos de calamina y cinc que poblaban todo el cerro. Las cuerdas eléctricas subían y bajaban acomodándose funámbulamente sobre las superficies irregulares, desde la carretera, hasta los caminillos que se internaban dentro del barrio, dándole aspecto de laberinto.
    A lo lejos, más allá del pequeño mercado de buhoneros, del que manaba un olor rancio y profundo a cebollas y pescado, que se confundía con el griterío de la gente ofreciendo infinidades de baratijas robadas, y prendas de vestir, apenas se veía la cancha de futbol donde el Raúl joven y delgado le había salvado la vida al hombre que hoy pensaba matarlo, gritándole <<Corre, menor>>.
    Obedecer esa orden le permitió vivir, ya que mientras corría, saltando de techo en techo hacia el pie de la montaña, sonaron los rugidos de las motos, seguidas de una procesión de ráfagas de plomo.
Por su parte Raúl se salvó haciéndose el muerto. Dejó que la sangre espesa de sus amigos le cubriera el rostro y los ojos cerrados. Gracias a eso estaba allí, había podido vivir lo suficiente para encontrarse frente a él, con el torso desnudo, sonriéndole, desprevenido ante la puñalada con la que su asesino le atravesaría el riñón.
-¿Ya vendiste toda la droga? –Le preguntó Raúl-.
-No, no pude –Contestó- Los de Santiago tienen la zona controlada.
    De repente notó que había comentado algo que no debía. Y respiró profundo, esperando la certera sospecha del gordo Raúl.
-Esos malditos quieren quitarnos la zona –Dijo Raúl- ¿Qué ha dicho Marcos?
-Que hay que darles plomo –Mintió-.
-Pero. ¿Cuándo, menor, cuando?
    La voz de Raúl empezaba a sonar exasperada.
-Pronto –Dijo- Vamos a llevar un combo grande…, para que no quede ni uno vivo.
Raúl se mordió los labios, y pasó su mano por la nuca,  tocándose la cicatriz rasposa que le cubría medio cuerpo. Desde el comienzo de la mañana había comenzado a causarle una molestia casi enfermiza.
Aquella cicatriz se la había hecho el babalao  la noche del rito. Primero, fue arrodillado en medio de un círculo de personas. Una negramenta bailaba a su alrededor, poseídos por el trance de los tambores. Luego vinieron los peinillazos en la espalda. El babalao se encargó de no dejar ni un lugar de su lomo sin azotar. Bailaba y azotaba, bom, bom tun, tun bom bom tun, y le asestaba otro peinillazo. El Raúl joven y con ganas de vivir apretaba los ojos, para que sus seguidores no pudieran notar que estaba llorando. Al final del rito, después de matar al chivo regarle la sangre en el cuerpo, vino el momento de la incisión. Con la hojilla el babalao abría un camino profundo en la piel, y después de escupirle ron a la herida, le empujaba con el índice el collar verde y amarillo hacia el interior de su cuerpo debilitado por los golpes y las heridas
Después del ritual fue imposible que su cuerpo no se infectara. Fue cocido rudimentariamente con nailon, y conducido hasta una habitación saturada de incienso y estatuillas intranquilizadoras de changó y ele gua, que parecían clavarle los ojos al Raúl moribundo, y tendido sobre una cama individual de hierro. De vez en cuando convulsionaba a causa de la fiebre. Permaneció inconsciente durante tres días seguidos, en los cuales sus amigos se encargaban de poner agua de cocó en sus labios agrietados.
Al despertarse, con las costuras secas, al primero que pidió ver Raúl, fue a él, que ahora se encontraba a su lado, sentado y pensando en matarlo.
-Estoy vivo, menor –Y señaló la herida- y estoy cruzado… ahora nadie me va a poder matar.
    Le parecía increíble que Raúl, el viejo y gordo Raúl, todavía pensara que era inmortal. E insólito, que no pudiese reconocer a su asesino, que esperaba un descuido suyo para, con una estocada, atravesarle el riñón.
-Manda a los carajitos –Dijo Raúl seriamente-.
    Él intentó sonreírle.
-¡Caramba Raúl, te estas poniendo viejo!
    Raúl paseó la mirada hacia el este del cerro, y por primera vez frente a alguien, su sonrisa reveló un dejo de amargura.
-Menor ¿quieres que te diga algo?
    Él continuaba viéndolo en silencio.
    El rostro de Raúl lo atravesó con su mirada espinosa. Y en su cabeza continuaban repicando aquellas palabras. <<Matar a Raúl…>>.
-Tengo miedo –Dijo Raúl-.
O la viva sospecha, o el instinto dudoso. Algo parecía intervenir para salvarle la vida a Raúl.
Aunque sus ojos profundos y malvados nunca permitían que alguien pudiera siquiera adivinar lo que estaba pensando, su asesino comprendió que estaba profundamente intranquilo. Después de todo, era la primera vez que le escuchaba decir algo así.
<<Tiene miedo porque sabe que lo van a matar, que lo voy a matar>>.
-No voy a salir hoy, menor –Dijo Raúl- me está doliendo la contra.
    Parecía que los espíritus le advertían. Sólo le quedaba esperar que no supiera interpretar las señales.
-¿Crees que te van a matar? –Preguntó él, con una seriedad de sepelio-.
    Y con la misma seriedad Raúl le contestó.
-Anoche soñé que me arrancabas todos los dientes.
    Aunque las motocicletas de los amigos de Raúl estaban ya frente a la casa, parecía que el ruido de los motores venía desde muy lejos. Porque ambos se había transportado mentalmente al  momento en que el Raúl delgado y joven le había salvado la vida gritándole <<Corre, menor>>, viendo como las motos de sus enemigo pasaban disparando hacia la cancha de futbol, y Raúl, con un cuerpo muerto encima, cerraba los ojos para salvarse la vida.
-Es como para ponerse a pensar –Dijo Raúl-.
    Mientras los de las motos se dirigían a la cancha y disparaban a discreción contra el joven Raúl. Los de las motos golpeaban la puerta, intentaban subirse por el techo, y le gritaban al viejo Raúl.
-Cuidado Raúl, te van a matar.
    Pero la Mirada de Raúl permanecía fija en él, con la mente en otro tiempo donde quizás había sido su amigo, donde quizás no pensaba en atravesarle el riñón con el puñal que ocultaba tras su franela.
    El puñal se hundió en su carne. Y Raúl abrió los ojos sorprendido, comprendiendo que lo acababan de matar.
    Cuando sus amigos entraron y le revisaron la herida al cadáver, entendieron que aquel era el día de su muerte: El puñal, antes de abrir una zanja amplia de la que brotaba un chorro de sangre y atravesar el riñón, había cortado el collar que lo mantenía en esta vida.

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⏰ Última actualización: Jan 21, 2020 ⏰

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