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Harry alguna vez sintió que se moría, alguna vez sintió que ya no podía más. Él alguna vez sintió que estaba muy profundo, que no daba para más.

Es por eso que su manos sujetaban con fiereza el arco negro, como si hubiese nacido para lanzar flechas.

Catorce metros, oro.

Soltó un suspiro, jalando de la cuerda hasta posicionarla a la altura de su nariz.

Dieciséis metros, oro.

Visualizó desde el medidor el centro de la diana.

Diecinueve metros, rojo.

Inhaló profundamente, apretando con sus manos para que la flecha no se saliera de su lugar.

Veintitrés metros, oro.

Soltó la flecha, haciendo que todo pareciera muy simple, pero no fue así.

Veintiocho metros, borde entre rojo y oro.

Su mejilla lució un pequeño corte debido a las alas de algún papel desconocido para él en su flecha.

Treinta y cuatro metros, oro.

La flecha bailó en el aire, pero pasó por encima de la paca.

Cuarenta y un metros, la flecha no tocó la diana.

Harry se encaminó a la flecha, buscándola entre la nieve.

Cuarenta y ocho metros, oro.

Tomó entre sus manos la flecha y la clavó con fuerza contra un tronco, espinándose la parte izquierda de la palma de la mano.

Cincuenta y seis metros, oro.

Comenzó a golpear al árbol, reventando sus nudillos.

Sesenta y cinco metros, oro, centro.

Louis toma sus manos, deteniendo en daño que se hacía a sí mismo.

Sesenta y cinco metros, oro, a través de la primera flecha.

Siente cómo sus puños son lavados, está jodidamente ebrio de Louis.

Catorce metros, la flecha no llegó a ser lanzada.

Y entonces se da cuenta de que, demonios, lo está besando otra vez.

Es un beso suave, lleno de emociones, y llega a sentir que se muere.

Lo abraza a su cuerpo, decidido a no soltarlo, decidido a quedarse ahí para siempre.

Había vivido esto una y otra vez, lo había sentido tan real. Lo había sentido, a secas.

Y entonces sintió como él sonreía contra sus labios, y luego desaparecía. Se esfumó en un santiamén, como si nunca hubiera estado ahí. Sus brazos se apretaron contra el aire, soltando el vacío recuerdo de algo tan fugaz y tan triste como lo fue Louis Tomlinson.

Se levantó de una cama vacía, era martes, Samantha estaba en el cementerio. Así era mejor. Ver su cama vacía era mejor que verla con alguien que no fuera Louis.

Se encaminó hacia su arco y tomó una de esas flechas grisáceas que había tallado junto a Louis unos años atrás.

Abre la ventana, ubicando fácilmente el centro de tiro con arco del deportivo privado a lado de una pequeña casa que nadie más que Louis y Samantha conocían.

Se posicionó para lanzarla; las piernas abiertas sólo un poco, derecho, juntó un poco los omoplatos llevando su brazo derecho, que sostenía la cuerda, a la altura de su perfecta nariz y sosteniendo con el izquierdo el arco. Y luego disparó.

La flecha cayó Justo en el centro de la paca, repitió el proceso seis veces. Y la séptima falló.

La nieve cubría levemente el pasto, la flecha siendo levemente enterrada.

La buscó por todos lados, y encontró una pequeña brújula con algo bastante conocido grabado en ella.

Un pequeño sol que estaba cubierto por unas nubes, como si no pudiese salir, recordó la ocasión en la que Louis se la obsequió.

Estaban en la cocina, Louis sobre la encimera y Harry entre sus piernas, la noche previa a alejarse el uno del otro.

"—Te traje algo— había interrumpido aquella vez Louis—. Te traje esa brújula que vimos hace un par de años en Noruega, cuando la luna estaba muy brillante, pero tu dijiste algo.

Harry supo al instante a qué se refería.

—Yo te dije que lo más brillante era tus ojos, que tú eras mi brújula—. El llanto de Harry era lento.

—Entonces no te hundas, marinero."

Y Harry volvió a llorar, volvió a extrañar a Louis.

Entonces lo supo, vio en ella los ojos de Louis, vio en ella la luz.

Aquí iniciaba su verdadera historia de amor.

Océanos [l.s.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora