Memorias de un jardinero.Uno vive, nace por y para un trabajo, en mi caso el azar me entrego por completo a éste. No digo esto como forma de queja, si bien me gustaría a mí ser un poeta y salir en las columnas del diario como autor revelación, o tener una voz digna de locución en alguna radio FM. Pero supongo que esta fue la vida que el destino optó por darme.
Digo, bah, en realidad pienso en uno de los tantos intervalos que me regala la jardinería, para desempeñar mis soliloquios matutinos. Yo era un boludo de 18 años cuando entre a trabajar acá, un boludo cuyas ideas no eran consabidas por brotar a borbotones de mi mente, no al menos como lo haría alguien que sí tiene las dotes de la escritura. Sin embargo, disfruto de escribir cartas a mi tía de Córdoba cuando tengo la posibilidad. Uno de mis goces es cuando me doy el permiso de hacer uso de los estilos literarios –o simular usarlos adecuadamente—de los grandes escritores. Cierta vez la tía expresó haber notado alguna que otra similitud con un cuento que había leído de Cortázar. ¡Ah, que orgullo me había invadido a mí en ese momento! Incluso note una cuota de ego en mí, cuando le respondí a tal comparación.
Para luego, volver a recaer en esta realidad que me apresa, en esa simplicidad que no desborda aires de grandeza y se redime a no ser más que un jardinero de quinta. Aunque dentro de toda simplicidad, uno siempre encuentra algo confortante a lo que aferrarse y si bien no puedo darme el lujo de ser escritor, ni locutor, a lo largo de todo este tiempo me he dado la oportunidad de jactarme como un nato conocedor de hasta los más recónditos lugares del jardín, las diferentes plantas, flores, árboles y sus debidos cuidados, también de cuanto inquilino haya transitado la quinta.
El paso de los años, también me ha regalado numerosas cantidades de anécdotas. Como aquella vez en la que me las tuve que ver de combativo, empuñando machetes, hachas y pesticidas en contra de los Olivos.
Cierta vez –creo fue a fines de los 70's—un reducido grupo de cuatro hombres uniformados llegó a la quinta, de físicos y actitudes preponderantes por no decirse que también intimidantes. Uno de ellos, (el que para mí era el encargado de manejar la batuta) colgaba de su brazo unas pintorescas y llamativas medallas con símbolos grabados en ellas, que por su postura corporal noté un evidente narcisismo por tales accesorios. En cuanto tenía la oportunidad se perfilaba de forma que los demás pudieran observar y hacer comentarios sobre. Y así, aumentar sus orgullos.
Mientras este conversaba y reía eufóricamente con mi patrón, otro de los uniformados detrás de él, sostenía una bolsa de consorcio la cual parecía envolver una planta en su interior. Dicho sujeto, que hacia las de ''sostenedor'' era notoriamente inferior en la escala jerárquica en comparación del charlatán. Tal notoriedad se debía a su posición corporal, la cual era cien veces más sumisa que los otros tres, su brazo además de aparentar una gran flaqueza, no estaba revestido por todo ese medallero como los otros. Y si seguía buscando, desde su llegada no había hecho mucho más que ser la mesa de luz de los demás.
Efectivamente, al irse los uniformados, el patrón se encomendó a mí para pedirme que hiciera mi trabajo de jardinero y plantase el obsequio que anteriormente había sido entregado por esos ridículos uniformados – porque eso parecían, unos ridículos—disfrazados de temerarios, si hubieran visto el enojo de mi viejo cuando cumplí dieciocho y todavía no había conseguido laburo, bien sabrían lo que era ejercer el temor en una persona.
Me dispuse a cumplir mi tarea sin chistar ni objetar nada. El regalo era un Olivo.
Paso el tiempo en la quinta y el Olivo, bajo el curso natural de la vida iba tomando ese color verde oliva –valga la redundancia—y aumentando considerablemente su tamaño, la sombra que daba ese árbol era inmensa, casi tanto que la quinta tomó un tono lúgubre y sombrío. A su alrededor yacían unas rosas rojas que a mí particularmente me fascinaban, –solía creer que eran una especie de familia que habitaba en el jardín, a veces la neurastenia laboral me llevaba a sacar conjeturas de lo más descabelladas—resalto que las rosas yacían, puesto que gran parte murió. Imposibilitadas y reclusas bajo la sombra del Olivo, que no daba ni una cuota de sol para las pobres. Otra parte se vio obligada a migrar –obviamente fui yo quien les trasplantó de un lugar a otro, a uno sin la preocupación de que esa sombre verde Oliva les matase.
Que odio le había agarrado yo, a ese desgraciado Olivo que habían traído esos uniformados aquella vez, pero que podía hacer yo ante tal preponderante aberración de la naturaleza, ese árbol imponía respeto por donde se lo viese. Hacharlo era imposible, era enorme para tirar abajo y yo poco sabía de talar árboles. Por otra parte, comunicarle mi descontento al patrón sería visto por su parte como que yo habría perdido la cordura.
¿Cómo alguien podría haberse ofuscado con una planta? Además, era un regalo y a mi patrón muy regocijado se la había visto con el –aun desconozco si ese contento era por quién le había dado el regalo o por el obsequio mismo—.
De todas formas ahí estaba el muy desgraciado, en soledad, sabiéndose intimidante para todos con su sombra que desaparecía toda flor que le estaba al redor, pero ahí estaba, lúgubre y en eterna soledad.