Sangre Bendita

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El asqueroso chupa sangre sigue ahí. Inerte. Tranquilo. Ya cumplió su propósito. Curioso que fuera conmigo. La estaca se hunde en su pecho como siempre he visto, la última estaca que veré. No tengo fuerzas para levantarme, me han sido arrebatadas. Las pocas fuerzas humanas me han sido arrebatadas con su sangre, su sangre.

Su deliciosa sangre. La saliva se me resbala por los labios y la boca me palpita. Nadie vendrá. Nadie se supone que venga. Bien por ellos.

Debo disculparme por dejar tanto problema. No sé aún cómo hacerlo. No sé aún si me queda tiempo y cuerpo para lograr algo. Veo mis brazos, mis piernas, mi pecho. Su rosa habitual ha desaparecido para siempre.

Me quema el crucifijo de mi collar, ese que se posa en mi piel y poco a poco me lastima. No me lo quitaré. Solo dejaré que siga ardiendo, que me debilite.

Saco un frasco de mi cinturón. Si la ira de Jesús no termina con mi ser, lo hará la del Dios Padre. Lo destapo con mis cada vez más fuertes y blancas manos. Por Dios, quiero sangre. Mi mano tiembla, mi cuerpo no quiere beberse eso. Lo acerco a mi boca. Pego el cristal a mis labios y procedo a vertirlo hacia mis entrañas putrefactas. O eso era lo que tenía en mente. El frasco con agua sale disparado de mis propios brazos, con mi propia fuerza, hacia el frente.

Las gotas benditas caen encima del cadáver. De mi raza. Y me quema de solo ver a mi gente siendo destruida. La estaca en su pecho se tambalea mientras el cuerpo se mueve como lo haría un pez asfixiandose. Los ojos se me tornan vidriosos. Quiero sangre.

Me preocupa el ser frente a mí y me hace querer hacer lo mismo que él. Me hace querer cuellos, me hace querer cuerpos tibios llenos de ingenua energía de vitalidad. Mi pecho arde más y mi impulso es arrancármelo. Grito. Mis pálidas manos se deshacen al contacto, siento que lo hacen y que duele hasta los huesos. Suelto la cruz del Señor y cae al suelo de profundo lamento. Me aterro ahora de solo pensar en aquella figura que tanto tiempo fue mi mayor ventaja, mi símbolo y mi guía de vida.

Mis encías piden, mis dientes exigen, y mi cuerpo ya no es capaz de controlar aquellos impulsos. De mi espalda surge algo. Y sé lo que es, sé que me va a servir y será la mayor molestia para el próximo que ocupe mi lugar. Puedo moverlas, mi ser se eleva hacia el cielo y mis pies dejan el mundo terrenal. Aleteo. Aleteo. Aleteo. Y ese sonido me confirma algo, la necesidad me lo reitera: Ahora soy un vampiro.

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