(I) Prefacio

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Jamás, en sus once años de vida, se había encontrado en una situación tan agobiante. Había visto avalanchas de personas en las noticias por entrar a un concierto o había vivido él, en sus propias carnes, las compras navideñas en Londres. Aquello era algo que nunca antes había experimentado. Se trataba de una multitud desesperada en un estrecho pasillo por encontrar un compartimento libre.

Quizás Albus Severus Potter era una persona demasiado despreocupada como para no importarle tener que quedarse de pie o, peor aún, ir sentado durante todo el trayecto con personas que no le dirigieran la palabra. Tampoco es que el joven Potter fuera muy hablador. Y, aunque las palabras que su padre le acababa de decir le habían quitado un peso de encima, lo cierto es que quería reflexionar sobre ellas: una Casa no podía determinar su personalidad.

La dueña de la melena indomable y rojiza que guiaba su camino a través de niños de su misma edad, se giró para bufar y recriminarle con la mirada el hecho de que él no se estuviera quejando. ¡Qué diferente era Rose Weasley!

Apartó a unas niñas a empujones y éstas, pese a mirarla con mala cara, la dejaron pasar. Al fin y al cabo, la mayoría sabía que ellos eran los hijos del Trío de Oro. Ambos estaban acostumbrados a que los demás apuntasen su dedo hacia ellos y formulasen en sus labios los nombres de sus padres.

- Seguro que encontramos un sitio libre al final del tren.- susurró su prima, como si nadie hubiera llegado a esa conclusión y conocer su idea fuera el fin de su existencia.

De hecho, Albus dudaba que encontrasen un compartimento vacío solo y exclusivamente para ellos dos. Había escuchado en las últimas reuniones familiares que el número de magos estaba aumentando tan precipitadamente en los últimos años... ¡Que tendrían que ampliar el Hogwarts Express! Por tanto, seguramente tendrían que compartir su trayecto con algún que otro alumno. No descartaba la posibilidad de pedirle a su hermano mayor que le cediera un sitio en su compartimento, incluso si ello supusiera tener que aguantar las burlas de James Sirius Potter.

No obstante, aquello no era decisión suya. Rose Weasley había sido bastante clara al decir que quería encontrar un sitio para estar sola, leyendo tranquilamente el folleto de información que entregaban a los estudiantes de primero en la estación. Un plan tan divertido como sentarse solo. De hecho, la joven Weasley había conseguido aquel preciado papel gracias a su madre, a principios de verano, y se lo había aprendido de memoria. Y, incluso cuando sabía, letra por letra, lo que ponía, se había encabezonado en repetirlo para hacer más fácil su estancia en Hogwarts. Albus le había echado un vistazo a las palabras que, con elaboradas letras en cursiva, McGonagall dirigía a sus futuros alumnos. No era nada nuevo para él, quien había crecido entre historias de la época de adolescentes de sus padres.

El último compartimento se hacía visible y, hasta entonces, no habían podido encontrar uno vacío. Rose Weasley estaba hecha una furia. Bienaventurados sean aquellos que sufran la ira de un Weasley.

De pronto, la niña de abundante melena se paró en seco, haciendo chocar a un distraído Albus con su espalda, algo de lo que Rose ni pareció percatarse. ¿Habría encontrado un compartimento? Imposible, Rose Weasley no podía ver a través de las paredes. Incluso siendo Rose Weasley.

-¿Rose?- A Albus Severus Potter solían asustarle las ideas espontáneas de su prima.

Lo que Albus Severus Potter no sabía, es que aquella idea de aquel primer día en el Hogwarts Express les marcaría durante toda la vida.

La joven le indicó a Albus con autoridad que sujetara la jaula de la lechuza. Al parecer veía poco práctico llevar a otro animal que no tuviese una función esencial en el desempeño de su vida escolar. Albus lo cogió con apremio, no quería hacer aumentar la furia de su prima.

La tercera generación IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora