Parte 1

406 52 67
                                    

No estaba seguro de cómo había llegado hasta allí, aunque tenía la certeza de que el indeseado viaje se había producido luego del contacto con el artefacto que los mortales modernos denominaban "microondas".

En un lugar de su mente, una vocecita burlona le susurró que introducir elementos metálicos en su interior traería sus consecuencias, tal como advertía la leyenda de "peligro" que había decidido ignorar. Pero claro, él era el poderoso dios del Inframundo, el gran "Hades" o "Plutón", como lo conocían los romanos, no estaba para atender ridículas clausulas humanas.

Le tomó pocos segundos advertir que se encontraba en Roma, Italia, tal como la geografía del paisaje circundante le sugería: la ciudad de cúpulas arcillosas, rodeadas por suaves colinas —la parte noble de los escarpados picos Alpinos—, surcada por el Arno, cuyas aguas mediterráneas discurrían por las tierras Toscanas, cual amplio y cristalino espejo de los dioses.

Invadió su mente un antiguo recuerdo, memorias de una época de esplendor donde se erguían templos en su honor, como aquel del monte Soracte, donde los mortales lo adoraban, a él y a Apolo también, aunque compartir altar con su sobrino era un mal menor en comparación con las alabanzas profesadas.

Una fe que había sido reemplazada, en aquel momento de la Historia, por el dogma católico y el culto monoteísta a su Dios único y su séquito de ángeles y santos, tal como lo comprobó luego de descender del altozano donde había sido expulsado por el misterioso "portal electromagnético", y emprender un recorrido por la plaza de la ciudad, a la sombra de las monstruosas cúpulas de las iglesias de estilo gótico.

En ese punto ya había adivinado dónde se encontraba con exactitud: Florencia, cuna del arte, la ciencia, la cultura... Hogar temporal de Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Botticceli, los Médici, de Lorenzo, cuyo nombre perpetúa las páginas de la Historia y, por supuesto, de Maquiavelo (huéspedes todos del Inferos). Este último personaje era privilegiado allí, ya que Hades sentía por él cierta admiración no declarada, pese a lo equivocado de su fe, pues reconocía la genialidad expresada en las páginas la su célebre obra "El Príncipe", y se regocijaba con los dilemas morales que esta había creado.

Pero, ¿en qué época estaba? ¿Acaso era la Edad Media o el Renacimiento? No percibió decadencia alguna. El hedor a muerte solo provenía de su propia aura. No había resabios de la "peste negra".

Quizá había llegado antes, o después del suceso. Sopesó la posibilidad de quitarse su yelmo de invisibilidad y conversar con algún mortal al respecto, pero no se rebajaría a tales circunstancias a menos que fuera estrictamente necesario. A fin de cuentas, qué importaba la época. Lo único que deseaba era volver a su línea temporal, a su hogar en el Inframundo, y enaltecerse con la alabanza de "las sombras", las almas de los difuntos que pululaban por los Prados Asfódelos, sus fieles súbditos; quería volver a los brazos de su hermosa Perséfone —quién posiblemente estaría disfrutando su ausencia más de la cuenta—y de la pronta "primavera" que esta le traería.

¡NO! No estaba dispuesto a permanecer ni un segundo más en esos dominios terrenales, infectados con esa plaga católica, que se agolpaba como insectos en la abertura del hormiguero, en las puertas de las iglesias o sinagogas para adorar al falso Dios.

Pero, no podía irse por sus propios medios, pues ya lo había intentado y la traslación era imposible.

Su repentina ira lo llevó hasta la rivera del Arno, donde mútiples artistas intentaban reflejar en sus adocenados cuadros una belleza empírea incomprendida por sus ojos ordinarios. Aunque para él, el Arno no se comparaba con el río Aqueronte y su sombrío atractivo.

Advirtió las barcazas navegando su cauce, guiadas por barqueros un tanto más simpáticos, aunque igual de avaros, que Caronte. Óbolos o florines, el vil metal era algo recurrente en todos los tiempos y todos los mundos.

HADES "De la muerte y otros pesares"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora