†4.- Gigantes aduentum†

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El reloj de bolsillo descansaba en la mesilla de noche cubierta por un calado mantel blanco de ganchillo. El cuarto de Isaac Natsume permanecía en absoluta oscuridad a excepción de la tenue luz lunar que caía en cortina desde el ventanal. La leontina brillaba tenuemente con un apagado tono dorado, al igual que las manecillas que marcaban las tres de la madrugada. Los ojos del pequeño Reddoma brillaban con la viveza de los zafiros, y las pupilas en rejilla contemplaban estáticas el objeto de faltriquera.
No pudo soportar más el hormigueo que le recorría todo el cuerpo. A su corta edad ya comprendía bastante más que un humano normal, y en parte esa inteligencia no le permitía dormir cuando su padre se ausentaba por las noches. Dejó sus pies colgando desde el borde de la cama para que el aire secase el incipiente sudor que bañaba el surco de su espalda infantil.
En ese instante, el relincho de un caballo entró como una flecha en sus orejas puntiagudas y saltó hasta la alfombra como por acción de un resorte. El reloj ahora marcaba las tres y dos minutos.
Sin importarle si hacía ruido o no, se aproximó corriendo a la ventana, y la abrió con contundencia. No se visualizaba más que un vacío negro.
Volvió a saltar, esta vez corriendo desde la puerta de sus aposentos y bajando a toda velocidad los pisos hasta la entrada, y abrió como pudo el enorme portón de madera y hierro.

Ni siquiera oyó el chirrido de las bisagras oscuras. Se guió por el sonido que brindaba Nácar relinchando despavorido al galope, y contempló a la bestia doméstica pasar como una exhalación hasta entrar en un callejón no muy lejano.
Cuando se dispuso a acudir a su auxilio pudo oír sonidos de cascos nuevamente, con el tiempo justo para esconderse entre las sombras y contemplar las crines negras que comandaban unos desconocidos.

Malamente eran audibles unos murmullos de personas hablando y que, por su tono, sonaba amenazante y frío como una tormenta de nieve. Un alarido vino después, y posteriormente risas de hiena y el galope de aquellos corceles negros.

Corrió hacia el callejón sin salida. La crin blanca de Nácar se agitaba despavorida al fondo de éste, mientras que un cuerpo permanecía tendido con la respiración dificultosa. Volvió a esconderse tras un contenedor de residuos cuando en el suelo se creó un círculo carmesí de simbolismo extraño. Un hombre joven de cabello ondulado y platino se arrodilló ante el cuerpo, y hablaba en susurros con éste. Sus ojos rojos se percataron del azul del pequeño, y pareció notificarle algo más y desaparecer entre unas llamas que no sabía de dónde habían salido.

Por fin el pequeño corrió hasta la figura, y una vez a su lado le arrancó la capucha. Horrorizado vio el rostro pálido de su padre luchando con la tos y el oxígeno que entraba mínimamente por su boca.

-¡Padre!

-Vaya, pequeño, se supone que deberíais estar durmiendo como un buen niño. Tendré que volver a daros una lección en vuestras clases de espada -volvió a toser-. No deberíais estar aquí.

Un can de sombra apareció en la entrada del callejón. Sus ojos rojos escrutaron el lugar y posteriormente desapareció tras la puerta de la catedral. Se trataba del Tracker que había invocado su madre.

-No me queda tiempo, pequeño. Me temo que vuestra madre tendrá que matarme en otra ocasión -Agarró con fuerza débil el colgante de su hijo y tiró de él, casi haciendo caer a Isaac sobre su pecho-. Tendrás que hacerme el favor de aguantar el liderazgo un poco más de lo esperado, mi pequeño campeón. ¿Crees que podrás con ello?

El niño contemplaba al hombre de facciones finas con desesperación. La voz se le atoró en la garganta, por lo que asintió a duras penas.

-Bien -Apoyó la mano ensangrentada en su cabeza-. Solo una cosa más. No permitas que nadie te cambie. No confíes en nadie para estar preparado ante cualquier situación y aprovecha tus atributos y lo que los demás llaman defectos para ganar ventaja. Usa todo lo que tienes -hizo una pausa para recuperar aire- y que alguien avise al rey. Está en p...-volvió a toser, salpicando rocío carmesí.

Nepharikuma: Todos hemos estado en la luz alguna vez ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora