Ardiente Gloria

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Su cola cubierta de escamas brillosas, y protegida por protuberancias duras, solía acurrucar a sus retoños. La misma ahora se iba en contra del espadachín. Ella gritó porque él la lastimó severamente. Cuando miró, la espada había atravesado con la punta el extremo de su cuerpo. Rugió. Y al rugir, una llamarada surgió de sus fauces y llenó el hermoso cielo nocturno de chisporroteos y calor. De las mismas fauces ella acostumbraba a dar comodidad a su descendientes.

Las crías lloraban. Ella también lo hacía. Dos aros de humo negro salieron de su nariz, desenfrenados. Cuando divisó al insignificante hombre en tierra, se abalanzó hacia él como un rayo caído a la punta de un árbol. El caballero lanzó un espadazo, pero ella siguió con lo suyo. Y con la frente colorada tiró al humano y su espada mando a volar hasta el borde. Y entonces, llamas.

El rugido fue atronador y aterrante. Su estirpe, confundida, lloró más por ello. Y el espadachín traspasó el fuego, valiente y ejemplar, con la destreza que lo había hecho llegar hasta ahí. Empuñó con las manos firmes su única oportunidad de vencer. Y a la vez, ingenioso, creó una ruta hacia su misión.
Ella movió su gigantesco cuerpo para crear distancia y protegerlos. Él decidió correr al ataque con la cabeza atiborrada de pensamientos ambiciosos.

Y entonces, el metal volvió a herirla y la boca caliente quemó plantas cercanas.
El ser diminuto se subió a desencajar su salvación metálica, mientras ella aleteaba para quitarlo de encima. Espadazo tras espadazo, el enviado por el rey inmovilizaba a la madre y le sacaba el jugo de vida de su interior. Las alas se desplomaron como las de un pichón recién nacido al caer desde lo alto. El viento generado hizo sufrir a los pequeños, sin embargo, ella ya no podía calmarlos, no por ahora.

La boca le hirvió hasta la raíz de la lengua. Humo y más humo de color carbón despidió desde dentro como una simple fogata viajera.
El caballero corrió por el lomo con el arma en lo alto, dichoso y valiente, seguro y confiado. Y al llegar a su cuello gritó con coraje el nombre de su orgullo.
Un ser le voló encima. Era rojo. Y el humano cayó de la bestia con el metal entre sus dedos. Otros cinco seres rojos corrieron hacia él mientras ella apenas y podía andar. La imitaban sin mucho éxito y, con miedo hacia el que había lastimado a su madre, trataban de detenerlo. Fiable y seguro fue el entrenamiento de aquel sujeto, porque no dudó en mancharse las manos de sangre de cría. Y una tras otra las pobres fueron cayendo mientras la más grande movía con frustración su cuerpo para detenerlo.


El hombre intentó subirse de nuevo, cuando hubo acabado con las molestias que lo detenían. Pero la furia de una madre no se iba a parar ahora que él la había encendido. Con la energía de la bestia que era y la emoción derrochando su ser, ella no lo permitió. Y quedando cara a cara con el asesino, una llamarada de sentimiento secó al héroe de los humanos. Ella no se detuvo y el carbón surgió de la piel, los gritos de la garganta y lo líquido de la armadura.
Chisporroteo y ceniza ahora eran la máxima amenaza de la madre que, con lamento y enojo, no perdonaría a la raza que hizo perecer toda su existencia.

Y condenado fue el reino de los que se atrevieron a molestar a las dos madres existentes, porque quien daña a la naturaleza, también debe expiar sus pecados.

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