Paf, paf paf. Mi padre sacude la puerta. Lo hace porque está mal y estoy segura que porque está infectado. Paf, paf,paf. En su habitación no hay nada con que defenderme y ahora estoy dispuesta a hacerlo. Me desespero y me ventilo agresivamente. Sin mucho que hacer, muevo su cama hasta la puerta, es pesada. Solo consigo hacerlo unos centímetros, así que desisto y sigo buscando algo. Cuando la puerta vuelve a hacer ruido, se abre y se azota contra la pared.
Mi padre se para enfrente mío y me mira, o tal vez no. Tiene los ojos rojos e hinchados, su cuerpo no se controla como lo hacia esta mañana y su aliento apesta a podrido. Me quiere hacer daño. Viene hacia mí, torpe, arrastrando los pies. No se podrá negociar con él en su estado actual y me aterra siquiera pensarlo. No escuchará, no responderá y atacará a cualquier ser humano que se le atraviese, ya lo he visto antes. Le lanzo lo que puedo para escaparme: una engrapadora, una libreta, un cuaderno, un vaso de cristal vacío y una lámpara de noche. Esto lo aturde un poco y corro. Lo esquivo por su lado izquierdo y me escabullo hasta el umbral.
Bajo las escaleras, que están sucias del líquido viscoso que su boca ahora emite, y miro la puerta de la entrada. Le pongo seguro porque no quiero que nadie se entere, no deben de hacerlo. Corro a la cocina y doy un tropiezo, mis piernas se están volviendo inútiles. Abro los cajones y agarro un cuchillo. Por lo menos ahora estoy más que a salvo. Y entonces, él llega. Hace un sonido con la garganta como si se fuera a ahogar, como una bestia con ganas de comerme.
Me quedo parada, con varios cuchillos a mi disposición en el cajón abierto. Mis brazos tiemblan sujetando el arma con ambas manos y apuntando con el extremo hacia él. Se acerca y lanza un manotazo al aire que casi me alcanza. Doy un traspié hacia atrás para esquivarlo (sosteniéndome con una mano del fregadero) y el cuchillo me roza el brazo. La sangre cae en mis zapatos y vuelve a mancharlos. Yo doy un quejido, pero nada más.
Él da otro manotazo y ruge enfrente de mi cara. Lo ataco con el metal filoso y éste se clava en su pecho. Mi terror de ver su rostro así de mal me hace acuchillarlo más veces. Una tras otra, en su torso, en su brazo y en su cuello. Él se desvanece con su sufrimiento. Se cae para atrás, encima de la mesa, y la volca. Lo único que había sobre ella se rompe en pedazos y derrama su sustancia. Una fuerte y dañina.
Y yo lo veo. Toda embarrada de sangre logré lo que quería. Embarrada de la sangre de mi padre logré lo que quería. Lloro. Y lloro mucho. Suelto el cuchillo y me pongo en cuclillas. Este tormento acabó. Me acerco a mi padre y lo abrazo, ya que será el último abrazo que le daré. Ahora mi ropa vuelve a tener manchas de sangre fresca y me doy cuenta de algo.
Veo mi brazo y miro mi herida. Estoy infectada como él. Que alguien me salve, que alguien venga y me mate también. Huyo por las escaleras y voy directo a mi cuarto. Debo hacerlo yo misma, debo acabar con esta linea de sufrimiento que a tantos ha condenado.
Sin embargo, mientras subo los escalones, mi mente se repite constantemente: «No puede ser, no puede ser, estoy infectada yo también» ¿Cuánto tiempo me queda ahora? Y mi impulso me hace entrar a la habitación de mi padre y corroborar que sea mentira y que todo sea un mal sueño. Me hace acostarme en su cama y llorar. Cuando lo hago, una hoja cae de encima hasta el suelo. La hoja yo sé lo que dice, la hoja también mi padre sabía lo que decía. La tomo y la sostengo lo más fuerte que mis manos pueden, pero no logro siquiera imitar la fuerza con la que la sostenía antes de que llegara. Y corroboro que es real.
Abro la ventana y miro al suelo donde debo estrellar mi cabeza para que funcione. Esto acaba aquí y ahora. Me lanzo. Y el papel sale volando como pluma de paloma, como la paloma en la que me convertí al matarlo al fin. Cae despacio, cae gentil y se mancha de gotas de mi sangre infectada. Las gotas cubren palabras en el papel, las malditas palabras que me liberaron: «CONFIDENCIAL» «ANTICUERPOS» «VIH: POSITIVO».