Capítulo 34.

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—No me puedo creer lo que me estás contando —balbuceó Ingrid, con la vista al frente, pero completamente paralizada por los hechos que le acababa de narrar.

Desvié mi mirada hacia el conductor que nos llevaba de vuelta al hotel. No es qué me diera vergüenza hablar sobre este tipo de temas siendo escuchada por un hombre completamente desconocido, pero la verdad es que no me veía en mi derecho de hablar con completa libertad.

Sentía los ojos hinchados y la presión en mi pecho me dificultaba respirar con normalidad, obligándome a tomar inspiraciones profundas cada dos por tres. Solo de esa manera el aire conseguía entrar en mis pulmones.

—Me siento horrible, te lo juro.

Escuché como chasqueaba la lengua para luego pasar uno de sus brazos por encima de mis hombros y atraerme hacia ella, pegando el lado de mi cabeza a la suya.

—No tienes por qué sentirte así, no ha sido tu culpa —me habló con la voz baja, podía notar la contención que había en su voz. Ingrid odiaba que me hiciesen daño y Castiel lo había hecho... más de una vez.

—Sus ojos mirándome, estaban tan llenos de rabia... —murmuré dejando escapar un sollozo lastimoso, parecía tan patética.

Ingrid suspiró y, en un arrebato, se separó de mí y atrapó mi rostro entre sus manos mirándome a los ojos. Sus ojos me transmitían un profundo cariño y consideración pero con un fondo oscuro, no por mí sino por él.

—Madison, ¿recuerdas lo qué te repetí una y otra vez cuando ocurrió lo de Axel? —preguntó dejándome un poco desconcertada.

Fruncí el ceño, no me esperaba esa pregunta.

—Eh... ¿sí? —contesté un poco perdida.

—Yo siempre voy a estar a tu lado, siempre.

Sonreí y mi barbilla tembló, mi sonrisa se transformó en un pequeño puchero incontrolable por los temblores nerviosos de mis facciones. Mis cejas se fruncieron con tristeza y me di pena de mi misma. Por un momento sentía que Ingrid también tenía ganas de llorar, pero lo ocultó con una facilidad impresionante. Era la fuerte de las dos.

—Lo sé —contesté como pude, entrecortadamente.

No quería ni mirar al taxista pero seguramente estaba pensando en lo patéticas que nos veíamos y mis mejillas se ruborizaban ante ello.

—La gente es muy mala, tiene mucha maldad en sus corazones y solo saben hacer daño a los demás —comentó mirándome directamente a los ojos, absorbí mi nariz dándole la razón—. ¿Recuerdas el cuento de la ranita que nos contaba tú padre cuando éramos pequeñas?

Un sonido parecido a una carcajada mezclada con un sollozo salió de mi garganta en cuanto escuché su pregunta.

—Sí.

—Aunque te duela escucharlo, Castiel es así. No puede evitar dañar a los demás, ¿pero sabes cuál es su problema? —preguntó con un tono reconfortante y luchador, como intentara transmitirme toda su fuerza.

—¿Cuál? —pregunté lentamente, para luego pasar la lengua por mis labios humedeciéndolos al notarlos bastante secos.

—Que te ama, te ama con todo su ser.

La contemplé por unos instantes sin abrir la boca y ella hizo lo mismo conmigo. Tragué saliva.

—Sin embargo, está en su metabolismo hacer daño, básicamente porque a él se lo hicieron en un pasado. Se hundirá contigo, pero quiero que sepas que acabara hundiéndote tarde o temprano, y aunque él lo haga junto a ti no pienses que es algo romántico porque te va a destruir de una manera tan horrible que ni siquiera vas a poder recordar quien eras antes de ello —comentó.

Un perfecto verano © (Completa, en edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora