Curiosidad

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Al abrir la puerta y antes que el crujido chirriante de las bisagras viejas se impostaran en coro, el olor a humo y carne asada ya se sentían.

Intempestivo, se abalanzó al interior de la casa, dejando tras de sí pisadas de barro que se confundían entre el claro desentendimiento de la higiene y la franca ignorancia de la crianza.

—¡Mamá! —llamó, sin recibir respuesta —¡se está quemando la carne otra vez!

Andrés llevaba en manos más chatarra de la que podía cargar, atormentando las infantiles falanges con pinchazos y cortes que ya antes le habían ganado reprimendas no sólo de su madre sino de Néstor también. Pero poco le importaba, o mas bien, poco entendía de aquellas palabras.

Andrés no era un niño tonto, pero a menudo lo parecía. Tras los párpados flojos y la respiración forzada entre dientes, tenía una imaginación activa, vivaz, inverosímil, y una cautela inexistente. Todas las tardes frente al televisor de rayos catódicos, su cerebro anidaba ideas de grandeza y renombre: quería ser un científico loco, admiraba más a Lex Luthor y al Dr. Octopus que a sus honorables contrincantes. A Andrés, igual que a sus villanescos héroes, no le bastaba las simples ciencias... ¡qué importa la taxonomía si son sólo palabras! Crear criaturas, eso sí es fascinante; ¿Qué más da la psicología si no se puede implantar recuerdos? ¿Qué importa la geología si no se puede crear planetas?. Él quería más, él anhelaba el título pero también el adjetivo, y tal vez era el adjetivo lo que tenía más cerca de obtener.

Atravesó la cocina hacia el patio trasero, olvidando pronto la advertencia que él mismo había lanzado al aire, sin esperar la respuesta que no vendría de aquella madre incipiente y laxa, sin darse cuenta que no había llamas encendidas ni sartén alguno en las hornillas.

Arrojó sus trofeos al piso.

Sobre el cemento, las partes de hierro, cobre, aluminio y otros metales menos nobles tintinearon al caer. Tomó las piezas que necesitaba: algunos tornillos herrumbrosos, monedas abandonadas por peatones anónimos, algunos capacitores y fusibles quemados pero reanimados por fuerza de la curiosidad infantil; a toda prisa, se las colocó en los bolsillos y sin poder dejar de pensar en lo cerca que estaba de concluir su proyecto se arrojó sin cuidado a la cocina, pasando la sala y llegando a la habitación de veintisiete metros cúbicos —como él mismo había calculado, robándole varios litros de volumen por no querer tratar con algunos incómodos decimales —que compartía con sus dos hermanos, en la litera que Néstor había creado, reanimando cadáveres de metales impuros con la soldadora eléctrica, creando su propio monstruo.

Andrés tomó de debajo de la cama inferior su proyecto, y al arrodillarse se manchó la camisa de cuadros y el pantalón con hollín negro. Si su madre se hubiera enterado, sin duda se habría cobrado el trabajo con el cinturón y los glúteos mayores... pero incluso si así fuera, probablemente no habría escarmentado de cualquier modo, porque a esa edad ya no tenía la fuerza necesaria. Ni física, ni espiritualmente.

Haló con fuerza la tabla de madera sobre la que había sujetado su proyecto y vio su creación con gran orgullo: Una máquina del tiempo.

Risueño, esperanzado, con la cara sucia por el polvo y el óxido naranja, observaba sus partes: Un gran catalizador nuclear, capaz de alimentar la casa por mil años igual que alimentó por veinte el refrigerador General Electrics que el idiota de Néstor no pudo reparar. Conectado a él, un electromagnificador atómico. Eso debía bastar para desintegrar las moléculas en el presente. Y para reconfigurarlas en el pasado: un electromagneto, un imán que había dejado su padre antes de marcharse, pero actualizado y potenciado por un cable de cobre desnudo que envolvía la herradura vieja, tal y como había visto en los diagramas de Mecánica Popular, número 17, que le había robado a Néstor junto a su desarmador Phillips.

En aquel circuito fantástico y estrambótico, entre las decenas de cables que iban y venían de sus órganos desnudos, además existían capacitores grandes y pequeños, de sólo una docena a varias centenas de Watts, o como prefería usar Andrés, Joules. Baterías gastadas de níquel, un poco hinchadas, contrastaban con las barras nuevas del soldador y la batería de motocicleta que también había logrado hacer desaparecer del taller sin mayor percance. Placas de aluminio que evitarían a los neutrones escapar cuando el núcleo de los átomos se separasen, evitando la fisión accidental... Lo último que necesitaba eran brazos mutantes, si tan sólo siendo un niño cualquiera no podía conservar a Manuel como su mejor amigo, no podía imaginarse lo duro que sería si tuviera tentáculos además de sobrepeso.

Colocó las monedas entre dos pirañas de cobre e hizo el contacto. Una pequeña chispa lo sobresaltó, y pudo sentir en sus oídos la corriente correr, algo de lo que estaba seguro pero que nadie creía. Él podía sentir la electricidad, tal vez por eso amaba armar y desarmar estos trastos.

Y finalmente, al centro de toda la maraña de cables de todos los colores, una hojita de papel amarillo. Allí anotó la fecha a la que quería volver, pero tuvo que revisar la fecha de ayer dos veces en el calendario del taller, el que tiene a la rubia veinteañera sin ropa sobre un Ford del '56.

Estaba listo. Pero necesitaba más potencia.

La pieza final: El cable y enchufe de una plancha abandonada hace mucho. La había cortado con la tijera, desvirtuándola de su propósito. Y cuando su madre trató de reparar su vestido floral, desgarrando en vez de cortando su tela sintética, supo inmediatamente quién era el culpable.

Usó el mismo cable con el que lo halló para que aprenda la lección. Y mientras el niño chillaba y suplicaba, la madre repetía y repetía su acción, una y otra vez, pero ya sin emoción, sin esperanza alguna de que aprendiera, sin esperanza alguna de que la vibración que transmitía cada golpe a sus nudillos tuvieran piedad en su vejez, provocándole reumatismo.

Aquella enfermedad que había llegado a sufrir, después de todo.

Atornilló al circuito lo que pensaba era el ánodo y el cátodo, sin saber que la corriente alterna no tiene realmente polaridad, y la conectó cuidadosamente.

—En paralelo, no en serie —murmuraba para sus adentros.

Al terminar enchufó su máquina, sin importarle lo derretido del tomacorrientes ni su aspecto negruzco, y agarró una a una las pirañas que sostenían sus monedas, empuñándolas deseoso en sus palmas. Pero él estaba en serie, no en paralelo.

El hormigueo no era lo verdaderamente doloroso, sino la contracción involuntaria de su mandíbula, que le cortó la lengua en el acto; la sonrisa sardónica se burlaba en su propio rostro de la contractura de la columna y el cuello, arqueándolo hacia atrás. Las manos calientes, enrojecidas igual que las monedas... el pecho en eterna inspiración no lastimaba tanto como su corazón galopante, suicida. Perdió la noción del tiempo. Sin nadie que lo atendiera, se quedó allí mientras la corriente convertía en carbón su piel y huesos, dejando sendas líneas en arcos eléctricos a través de su tórax, haciendo que humee no sólo la máquina, sino también sus palmas, labios y cabellos. El calor contenido finalmente incendió sus ropas sintéticas de talla pequeña, y para cuando las llamas empezaron a aparecer en la punta de sus dedos, él ya estaba inconsciente.

Pero él no recuerda nada de eso. Ni siquiera recuerda la oscuridad.

Olvida rápido todo porque nunca pone atención.

Incluso ya se olvidó del hambre, que ni siquiera se le despierta cuando llega a casa cargado de sus pequeños tesoros, al abrir la puerta... pero antes que el crujido chirriante de las bisagras viejas se imposten en coro, al sentir el olor a humo y carne asada.

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⏰ Last updated: Feb 16, 2020 ⏰

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