Asalto a la cueva (IV)

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Volaban hacía sus montañas. Después de más de seis años de continuas batallas, la situación se había estabilizado lo suficiente para poderse permitir un respiro, para poder ver de nuevo a sus familiares, a sus hijos, parejas, padres o amigos.

Sus escamas brillaban bajo la luz del sol, dándoles un aspecto majestuoso que ocultaba las cicatrices de aquellos años de crueles batallas, tanto físicas como psíquicas.

No estaban todos. Habían perdido a muchos compañeros, ya fuera de los que habían llegado con ellos o de los que habían hecho allí.

Al menos, ellos podían contarlo. Además, podían enorgullecerse de haber logrado detener aquella tenebrosa invasión, evitando así que se hiciera más fuerte, que acabara amenazando a más y más pueblos, incluido el suyo.

Eran draconianos, un pueblo cuyos ancestros fueron dragones que se unieron a seres mortales, por lo que habían heredado parte de la sangre del dragón y parte de sus otros ancestros.

En muchos de aquel numeroso grupo, dicha sangre era especialmente dominante. Por ello eran los guerreros de su pueblo, los que se enfrentaban cara a cara a su enemigo, con sus escamas como coraza y sus garras como arma. Aunque, a decir verdad, la mayoría preferían lanzas, dejando las garras como último recurso.

Otros tenían más cercanía a la magia, siendo la de fuego la más común, aunque también había sanadores entre ellos. Las escamas y físico de aquellos magos era más débil, pero no por ello eran menos importantes.

En el pasado, habían habido guerras civiles de quienes reclamaban la supremacía de una parte de su raza, pero hacía tiempo que habían aprendido lo absurdo de aquellas ideas que los había llevado a una espiral de violencia sin sentido. Y más cuando había hermanos con diferentes características. O no se podía garantizar cómo serían los hijos, incluso si sus padres tenían la misma afinidad.

Por ello, la historia de aquellas guerras sin sentidos seguía presente. Era necesario conocer los errores del pasado para no volverlos a repetir. Era necesario comprender que todos eran necesarios, que todos tenían su función, que ser mejores en algo no significaba ser mejores en todo

–¡Drako, mira allí!– avisó una de las exploradoras a quien estaba al frente.

Drako no era su nombre, sino su título, el del líder de aquel pequeño ejército de varios centenares de guerreros, cuyos niveles estaban por encima de 80. El mismo Drako llegaba a 100.

Frunció el ceño. Estaba deseando llegar a su hogar y abrazar de nuevo a su hija, pero no podía ignorar aquella llamada de auxilio, una de nivel máximo. Era inaudito que alguien en aquella zona estuviera en posesión de la señal, que algo allí fuera merecedor de su atención, pero allí estaba.

Sin mediar palabra, se desvió hacia aquella dirección y aceleró. Fuera lo que fuese, era importante y debían llegar lo antes posible.



Los encargados de los escudos volvían a exprimir su poder por última vez, sintiendo como sus exiguas reservas de maná disminuían preocupantemente.

Agotados, gran parte de los guardianes púrpura se recuperaban como podían, sentados o acostados. Los guerreros que habían luchado en el frente eran curados por los sanadores, para prepararlos para una última batalla.

Pesadamente, se fueron levantando los siguientes en actuar. El breve momento de descanso había terminado, las defensas cedían.

–La última– anunció frustrada Fily un par de Bolas de Fuego después.

Estallaron otras decenas de enemigos y se desplomó agotada, siendo recogida con suavidad por Cohngyor. Otro tomó su lugar, exprimiendo también sus últimas reservas de maná. Habían recobrado un poco de esperanza, pero se les estaba acabando junto al maná.

Los guerreros se colocaron al frente, dispuestos a un último esfuerzo, mientras una Lluvia de Flechas caía en el exterior, agotando la energía de Goldmi. Debería confiar en su hermana para huir, pero sólo la idea de ello le producía un intenso dolor. Significaría que habían fallado, que no habrían podido ayudarlos, que aquellos seres púrpura habrían muerto.

Y Maldoa no estaba mejor. Frustrada por no poder hacer más, apenas sin maná.

Fue entonces cuando se produjo un fuerte impacto en medio de aquel ejército de perdidos. Luego otro. Y otro. Parecía como si hubieran caído pequeños meteoritos, incluso se habían creado unos pequeños cráteres.

Pero no era una enorme piedra o un hechizo lo que había impactado allí, lo que había creado la onda expansiva que había acabado y empujado a decenas de seres corrompidos. Eran unas figuras cubiertas de escamas, con las rodillas dobladas para amortiguar la caída, los brazos abiertos blandiendo lanzas, sus cabellos y sus largas colas flotando por las ondas del impacto, una nube de polvo flotando a su alrededor.

Se irguieron con una sonrisa desafiante, mirando a los perdidos que los ignoraban. Todos sabían muy bien que significaba aquella actitud, que aquellos seres tenían órdenes, y había un general cerca.

No perdieron tiempo. Saltaron hacia delante, decididos a iniciar una masacre. Habían pasado los últimos años luchando contra versiones mucho más poderosas de aquellos seres, así que aquello resultaba incluso reconfortante. Podían desahogarse a gusto.

Desde el cielo, Bolas y Ráfagas de fuego calcinaban el bosque muerto, devorando las llamas a cientos de seres corrompidos. Había otros hechizos también, pero estaban en minoría.

Goldmi lo veía totalmente anonadada. Conocía aquellos seres del juego, pero su aparición y poder la habían pillado por sorpresa. Maldoa, en cambio, respiraba con alivio.

–Nunca me había alegrado tanto de ver a estos brutos– murmuró.

La lince había vuelto junto a su hermana, y sus ojos, como el de las otras dos, estaban fijos en uno de aquellos seres cubiertos de escamas, uno que había aterrizado cerca y que avanzaba hacia ellas.

–Maldoa... No esperaba encontrarte aquí. ¿Has sido tú quién ha lanzado la señal? ¿Cuál es la situación?– saludó éste.

La drelfa no se entretuvo en explicar nada más que lo esencial. No podían perder tiempo.

–Allí. Hay que salvar a los que están dentro. Es esencial. Es el objetivo de estas bestias. Creemos que todos los generales han sido eliminados, pero las órdenes permanecen– señaló ella hacia la cueva –. Me alegra que estés aquí, Códrekor.

Al Drako no le gustaba que le dieran órdenes, pero también entendía que la situación debía de ser crítica. Ya le pediría explicaciones más tarde, y más le valía que fueran buenas. Su familia lo estaba esperando. Ni siquiera se permitió preguntar sobre cómo sabían que había más de un general, y cómo habían sido eliminados. Ya habría tiempo.

Hizo una señal, y los dos que estaban más cerca saltaron a la entrada de la cueva, bloqueándola y acabando con los perdidos cercanos. Una mirada rápida al interior hizo que abrieran mucho los ojos, pero no perdieron más que un instante. Eran veteranos que no se dejaban distraer ni por la más increíble escena, al menos no mientras tuvieran una misión que cumplir.

El propio Códrekor avanzó en la dirección de la cueva sin que pudieran detenerlo sus enemigos, partiendo incluso en dos con sus manos a una enorme serpiente. Quería saber que estaba pasando allí.

A su paso, los seres corrompidos de 60 niveles menos eran simplemente exterminados. Puede que no pudiera recuperar fácilmente la energía en aquel lugar, pero tenía más que suficiente para avanzar sin oposición.

Cuando logró llegar suficientemente cerca y echar un vistazo a la entrada, recibió la sorpresa más grande de los últimos años.

–Guardianes del Norte...– murmuró –. Eso es una muy buena explicación...

Regreso a Jorgaldur Tomo II: la arquera druidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora