Aquella mañana (Parte 1)

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Sucedió el último día de la primavera del año 36.

Aquel día amaneció en las tierras de Laván como cualquier otro. El sol se asomó por detrás de las montañas, y entre los respingones del bosque, que estaba situado en la ladera de la enorme barricada montañosa, comenzaban a dejarse ver los finos hilos de luz abriéndose paso de entre las hojas, que iban apartando los pocos resquicios penumbrosos de la fría noche. Lentamente, la aldea de Larom comenzó a brillar desde la punta de los lacios techos de las carpas hasta la mojada tierra empedrada de los senderos. El sol recorrió toda la estrecha muralla que abrazaba al pueblo. Sus macizas puertas aún permanecían cerradas, todavía quedaban un par de horas hasta su apertura matinal. El ancho río que atravesaba uno de los costados de la aldea, comenzó a reflejar desde su superficie la luz que venía de arriba. La corriente fluía tranquila y emitía un plácido sonido capaz de definir la calma que se vivió aquella sosegada e imprevisible mañana. La suave brisa en los árboles de al rededor y el canto de las primeras aves se unieron a la sinfonía.

⟨‹--La-Quinta-.o0o.-Dimensión--›⟩

Un poderoso y cálido rayo de luz entró por la ventana de una de las carpas y topó directamente con el tobillo descalzo de uno de los habitantes que dormía sobre un montón de mantas esparcidas por el liso suelo de piedra. El sueño no le permitió sentir el calor en su piel en primera instancia, pero el insistente sol comenzó a recorrer lentamente su pierna hacia la rodilla. No satisfecho con ello, subió hasta la cintura, y desde allí se deslizó por su espalda hasta topar con su nuca, que estaba enterrada casi por completo bajo una corta cabellera castaña. Como ultimátum, la luz coronó la cima de su cabeza. No pasaron muchos segundos hasta que el calor y la luz se hicieron insoportables y obligaron a este sujeto a reaccionar. De entre su cabello se asomaron dos marrones orejas felinas que viraron en varias direcciones buscando algo. Entonces, se oyó a lo lejos el férreo sonido de una campana anunciando lo mismo de todos los días. Soltó un corto gemido de insatisfacción y automáticamente irguió la mitad de su cuerpo con sus brazos. Se sentó con las piernas cruzadas y, tras un par de bostezos, estiró uno de sus brazos por encima de la cabeza haciendo crujir varios huesos. La luz del novicio sol dejó ver realzada su delgada figura. Coco era una muchacha joven y atlética. Su piel no era para nada pálida y presentaba algunas manchas dispares un poco más oscuras a lo largo de todo su cuerpo. Iba vestida con unos cortos pantalones de tela negra fina y un top blanco que cubría su voluminoso pecho, pero dejaba expuestos unos delicados abdominales bastante trabajados. A pesar de parecer humana, poseía rasgos felinos como sus tiernas orejas o su curiosa cola que se meneaba constantemente detrás de ella. No perdió mucho más tiempo estirándose. De un grácil salto se puso en pie y se acercó a una verde armadura de hierro colocada sobre una silla de mimbre. La tomó por el torso y la acercó a su rostro. Su cara de desagrado informó del estado de aquella ligera armadura, estaba un poco sucia. El polvo opacaba algo en lo que Coco centró su atención. Se lamió la yema del pulgar izquierdo con su rasposa lengua y pasó el dedo mojado por encima de la polvorienta pechera. En un par de pasadas, apartó la mugre de en medio y dejó revelar unas letras plateadas en las que se podía leer claramente "C-09".

Una vez se hubo puesto la armadura, verde aqua en el metal y negra en las telas, se dirigió a la salida de la carpa, pero antes, tomó un largo y delgado palo de madera y hierro, casi tan alto como ella y se lo amarró a la espalda con una correa. La abrochó en medio de la pechera, justo al lado de la insignia plateada, que ahora estaba colocada sobre el pecho izquierdo, y salió. Cómo era habitual todas las mañanas, fue la primera en asomarse a las calles de piedra de la aldea. Nada más terminó de salir, se quedó de pie frente a la puerta de su carpa y contempló. Todo parecía estar desierto, solo se oía la sinfonía de la naturaleza. Una leve brisa movió su corto pelo, que apenas llegaba a sus hombros. Bostezó una vez más y se puso en marcha, rumbo al campo de entrenamiento.

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