Pasan dos minutos de las ocho de la noche. Margarita mira hacia abajo por el balcón de su departamento.
Los autos parecen estrellas fugaces, y la gente pequeñas hormiguitas. La radio esta prendida desde las 12 del mediodía, cuando ella cocinaba su plato favorito, spaguettis con salsa rosa.
El viento silba fuerte, pero a las nubes no las mueve nadie . Es el día perfecto. Nublado, lluvioso, cotidiano. A Magui le encanta.
A lo lejos, se escucha un perro ladrando y, al frente, los vecinos se ríen a carcajadas. Las bocinas no paran de pelearse una con la otra y en un bar cercano un hombre le da duro al karaoke.
Todo tan desastroso y normal a la vez; es un día común en la ciudad de Córdoba.
"Lo simple muchas veces es complicado", piensa Magui. Pero de repente el llanto de un bebé y el grito de una madre, ponen fin a su reflexión.
La barra de notificaciones sigue vacía, como siempre. La única diferencia es que esta vez ella ya no espera que se llene.
"Hace tanto que no llamo a mi mamá", surge en su cabeza fugazmente. Pero luego recuerda por qué. De repente, la fotografía de ciudad se torna borrosa.
Margarita se levanta de la silla en la que estaba sentada y se dirige a su habitación. Todo tan ordenado, nada fuera de su lugar. Se queda unos minutos más observando la zona, y con la mente en blanco. Se sienta lentamente en la cama. Se mira los pies. Alza la cabeza y se encuentra con su doble en el espejo. No se recordaba así. Se toca la cara con una mano y en el reflejo percibe una pequeña herida en su muñeca. La hace pensar, pero se acuerda cuando su amiga Ana le preguntó qué le había pasado, y ella le dijo que se la había hecho jugando con su gatita.
Se levanta lentamente y va al baño. Prende la luz. Su movimientos hacen reverberancia al rebotar en el techo de azulejos blancos. Sus suspiros empañan el pintoresco espejo cuadrado. No puede evitar mirarse. Al hacerlo se da cuenta que no se había quitado la sombra morada de hace unos días. Sonríe y deja de hacerlo rápidamente. Margarita no tiene una sola arruga, y menos patas de gallo; es una experta en el tema, y nunca usó una sola crema anti age.
Ya son las nueve, o eso indica el reloj celeste de la cocina. Los trastes de hace tres semanas siguen acogiendo familias de moscas en el lavaplatos. La heladera solo guarda una cerveza que Magui pensaba tomar con su amigo Juan, pero la dejó plantada por salir con su novia. No la iba a abrir para ella sola.
Al parecer hay más tranquilidad afuera, que adentro.
Margarita deja la carta que escribió anoche sobre la mesa, al lado del mate de plástico y las migas de criollitos.
Hace quince grados, dice el locutor de la radio. Se nota. Magui tiene la piel de gallina.
La luz de la luna entra al departamento como un gran reflector y se cuela entre las cortinas que danzan con cada soplo de viento.
Con cada paso, una razón se suma a la lista. Cada trayecto borra de a poquito un dolor en su corazón.
Finalmente, sus manos acarician el hierro que separa la vida de la muerte.
Cada vez todo es más claro. Lo poco que tenía sentido, se pierde entre los recuerdos de un alma rota.
El delirio de un ángel que la saluda le da valor y ella le toma la mano.
El aire se resbala entre sus piernas y le vuela el vestido de ceda. El vértigo y la adrenalina le inyectan la dosis de nafta que su motor le pedía hace tanto tiempo.
De una forma mágica y sanadora, un estruendo y un ardor muy fuerte convierten a Magui en polvo.
Un zumbido ensordecedor la deja aletargada.
Mientras, en el sillón, la luz de su celular se prende constantemente. y en la pantalla principal se puede leer una línea que dice: "8 llamadas perdidas de Juan".
Son las diez y dos minutos. Todo es paz, silencio, armonía.
La ciudad de Córdoba sigue siendo la misma.