Capítulo 55: Covinsky.

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No entendía cómo las guerras podían durar más de unas horas viendo cómo me sentí en el instante en que Alec abandonó la bañera y me dijo "quédate aquí". Igual que un macho alfa que cuida de su manada, en cuanto había peligro, en Alec se despertaba un instinto protector que me recordaba muchísimo al de un león defendiendo a sus cachorros. Y en mí se despertaba la angustia propia de la presa moribunda que no podía hacer nada más que esperar y ver quién de los dos depredadores ganaba la batalla, rezando porque fuera el que sería benévolo con ella.

La opresión que sentí en la garganta era como una zarpa helada de fuertes músculos y afiladas garras que convertía el oxígeno que se almacenaba brevemente en mis pulmones en pura gasolina incandescente. El corazón me latía rápido como el aleteo de un colibrí, y sentí que toda sangre abandonaba mi rostro, concentrándose en el órgano en que Alec estaba más presente mientras éste trabajaba como loco. Y eso que ni siquiera iba a salir de casa; no podía dejar de pensar en las madres, hermanas, hijas o esposas que tenían que decirle adiós a un hombre al que querían durante los siglos anteriores, en los que los conflictos se resolvían enviando soldados en lugar de embajadores. Si todas se sentían como yo me sentí entonces, no me explicaba que las guerras hubieran durado más de un mes en toda la historia: a la primera civilización que tuviera que marchar a las armas, las mujeres se habrían sublevado y reinaría la paz, aunque sólo fuera por no experimentar la angustia que me atenazaba los músculos.

Si Mimi y Annie se sentían así cada vez que Alec se subía a un ring, no podía culparlas por haberse sentido aliviadas cuando él colgó los guantes, incluso si aquello significaba que una parte de él muriera con él.

Le rogué a Alec que tuviera cuidado con una voz atemorizada que no era propia de mí: no soy de las princesas que esperan que las rescate de las fauces del dragón un caballero de brillante armadura, sino más bien de las que doman al dragón y conquistan todo un reino a lomos de su compañero alado sin encontrar resistencia, así que todo aquello era el doble de intenso para mí: por la preocupación que producía pensar que a Alec pudiera pasarle algo (incluso cuando tenía absoluta confianza en sus dotes como luchador, que yo misma había podido ver y de cuya fuerza disfrutaba en mi interior cuando lo deseaba), y también por ser la primera vez que me sentía indefensa y desvalida. Porque había algo que me impedía moverme, desobedecer a Alec y salir a tratar de protegerlo. No era miedo, sino algo distinto: la certeza de que, si yo le acompañaba, estaría estorbándole más que ayudándole.

Detesté el momento en el que su sombra dejó de verse en el haz de luz de la puerta entreabierta del baño, e instintivamente me incorporé un poco, como si por moverme unos centímetros fuera a conseguir volverle a ver.

Y pude relajarme completamente cuando le escuché decir el nombre de su hermana. Jadeé una nube invisible de alivio y me hundí un poco más de nuevo en el agua, haciendo que las gotitas de sudor que me habían perlado la espalda se confundieran con aquélla.

-¿Sabes el putísimo susto que me has dado, Mary Elizabeth?-ladró, o más bien prácticamente rugió, cuando descubrió que el intruso misterioso no era otro que su hermana. El cabreo que se escuchaba en su voz me recordó a la rabia con la que lo habíamos hecho hacía poco, cuando me había corrido tantas veces que había perdido la cuenta, y me descubrí relamiéndome y sintiendo cómo mi sexo se abría un poco más, a pesar del reciente contacto sexual durante el cual nos habíamos servido del agua para sentirlo todo un poco más. No mentiría si dijera que me había dado mucho morbo hacerlo con él en el agua, y para más inri en esa bañera que lo había visto crecer (algo dentro de mí me decía que yo lo estaba terminando de convertir en hombre), pero la necesidad de volver a tenerlo dentro como hacía medio minuto me asaltó como una pantera a un cervatillo-. ¿Es que estás mal de la puta cabeza?-continuó, más enfadado de lo que nunca lo habían visto sus amigos pero no tanto como lo había visto yo, estando tan borracha que ni siquiera recordaba el momento con claridad, sólo cómo me lo había contado Alec: "un puto cerdo intentó propasarse contigo, así que le reventé la cara contra la encimera". Y, vale, puede que no debieran gustarme esos despliegues de masculinidad y violencia, pero lo cierto es que cuando ves a tu chico, que tiene la paciencia de un santo, perder los estribos por cosas tan nobles como proteger a la gente que le importa te dan ganas de que te folle hasta final de mes.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora