Dinamita

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Le dolía demasiado la espalda por llevar más de dos horas manteniéndola completamente recta. Una mirada de su madre era suficiente para erguirse como un palo y seguir con una bonita y casta sonrisa en el rostro. Las manos siempre encima de la mesa, quietecitas, utilizándolas únicamente para cortar la carne en trocitos minúsculos y llevárselos a la boca lentamente.

Elizabeth sabía perfectamente por qué estaba allí, no era ninguna tonta, y ya tenía bastantes años más de los socialmente aceptados para contraer matrimonio. A sus diecinueve, ya había declinado la proposición de una veintena de pretendientes, algunos por su propia voluntad, otros porque sus padres no los consideraban lo suficientemente dignos para ella. Hasta aquella noche.

El corazón le latía desbocado y el corsé le apretaba tanto que estaba empezando a costarle respirar. Giró lentamente el cuello y, aunque no podía mirarle por completo, sí que podía ver su perfil. Y eso era suficiente.

Aguantó la respiración mientras observaba su perfil. Su nariz recta, sus pestañas largas, la forma de sus labios, ligeramente entreabiertos, y su mentón. Se lamió los labios en un impulso, y se regañó a sí misma por sentir lo que sentía.

Él también giró la cabeza y sus ojos verdes se encontraron con los de ella; ambos tristes. Tenía la mandíbula tensa, podía notarlo en la forma en que se apretaban sus huesos, y lo único que quería era pasar las yemas de sus dedos por aquella línea, que podía cortar como un cuchillo.

Estaba impecable, con el traje azul oscuro sin una arruga, los bordados dorados resaltando las solapas, el cuello y los puños de la chaqueta. El escudo de su familia bordado en el lado izquierdo, justo encima del corazón. Sus rizos controlados, y peinados hacia un lado.

-Elizabeth – dijo su madre, con la voz seca, haciéndola apartar la mirada y volver a mirar al frente, con esa horrible sonrisa.

Jamás sería suyo, así que no servía de nada seguir torturándose así, imaginándose escenas que nunca podrían suceder. Aquel hombre jamás ocuparía su cama, ni le daría hijos, ni pasaría la vida a su lado.

Entonces respiró, y no pudo evitar hacer una mueca cuando sintió que algo se le clavaba en el pecho. Sentir lo que sentía dolía. Dolía demasiado.

El destino era demasiado cruel, haciendo que Timothée hubiera nacido en segundo lugar para ocupar la línea del trono, y fuera su hermano, Jean, el indicado para pedirle la mano aquella noche.

Pensó en la idea de atragantarse con una uva durante el postre para que fuera necesario suspender la ceremonia, pero no servía de nada alargar aquel momento más, al fin y al cabo, ocurriría de todas formas.

Cuando los sirvientes retiraron todos los platos y solo quedaron las copas, llenas de vino. Observó como Jean se levantaba de su asiento y recorría su mesa. Todo el mundo fue levantándose, así que ella también lo hizo, y se hizo la sorprendida cuando Jean pidió su mano y la llevó al centro del salón.

Hincó la rodilla, por supuesto, era todo un caballero. No tembló mientras sacaba la cajita de terciopelo rojo que contenía el anillo, ni cuando la abrió y la colocó frente a ella. Los ojos de Jean eran oscuros, así que Elizabeth, muy a su pesar, no pudo evitar buscar con los suyos al poseedor de los ojos verdes que no la dejaban dormir por las noches. Seguía con la misma expresión tensa de antes, sino más. Se miraron durante dos segundos, los suficientes para que el corazón de Elizabeth se rompiera aun más.

Timothée fue el primero en apartar la mirada y bajarla hasta el suelo, ella volvió a centrarse en el príncipe Jean, todavía a sus pies.

-Querida Elizabeth de la Roche, llevo enamorado de usted desde el día que la conocí, por eso sería un honor para mi ser su marido, por eso... ¿se casaría conmigo?

ONE SHOTS (Timothée Chalamet)Where stories live. Discover now