Quattuor

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Aarón caminaba en absoluto silencio por las aceras amplias con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón de trabajo

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Aarón caminaba en absoluto silencio por las aceras amplias con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón de trabajo. Tenía el hábito de vagar por aquellas calles a altas horas; de hecho lo ha estado haciendo en los últimos meses y a menudo. Nadie tenía conocimiento de ese hábito suyo. Ni siquiera Patricio. 

Era solo un pequeño secreto que compartía consigo mismo fuera del alcance de su mejor amigo. A sabiendas de esto, podía permitirse sentir alivio y autosuficiencia porque podía ser completamente él mismo. Una persona entera transitando por las aceras con toda la libertad y voluntad que podía poseer desde que fue dado a conocer el mundo. Su mente necesitaba estar libre de los influjos del que era su mejor amigo. 

La neblina se formaba como una capa translúcida y ligera, deslizándose como un halo fantasmal entre los árboles robustos que estaban a lo largo de las aceras. Su nariz olfateó el aire, percibiendo el olor familiar a tierra húmeda. Alzó la mirada hacia el cielo emborronado de las nubes apelmazadas. Sonrió para sí mismo. No iba a tardar mucho en descargar toda su furia sobre la ciudad. 

Amaba las temporadas de lluvia, así como percibir la frialdad del viento en sus mejillas salpicadas de lunares porque ayudaban a afianzar sus pensamientos que tendían a deshilacharse en una maraña enrevesada cuando pensaba demasiado. Ese era siempre su problema. 

Más adelante, en una esquina, encontró un restaurante abierto de veinticuatro horas. Más que un restaurante era una cafetería que no confería una buena impresión a primera vista por la fachada destartalada y descuidada. Dos columnas a costados de la entrada estaban agrietadas y una se había desprendido un pedazo en concreto de la parte superior. Una de las letras del nombre de la cafetería se había carcomido, emitiendo una línea de luz roja titilante a punto de desvanecerse en cualquier momento. 

Pero, no le dio importancia. Necesitaba un lugar donde sentarse y pensar en nada a estas horas en que la mayoría debía estar durmiendo. No quería regresar pronto al hogar donde solo se le prometía ruindad y suplicio. Había dejado de serlo desde hace algún tiempo y se había convertido en un sitio donde habitar bajo el techo y llenar su panza aunque la comida de allí le resultaba siempre insípida y amarga. 

Cruzó el soportal de la entrada y se sentó en una de las mesas que estaba justo al lado del ventanal que ofrecía un paisaje solitario y tranquilo. Un fondo oscuro atestado de faroles cuya luz amarilla se proyectaba en la superficie de las calles angostas como oro fundido. No había una sola alma a la vista y predominaba un silencio fulminante que lo podía sentir en los huesos.

—¿Hay alguien que ha venido a matarlo? —escuchó una voz aterciopelada detrás de él. 

Aarón ladeó la cabeza y vio a una mesera parada de pie a unos centímetros de él, escudriñándolo con atención. 

—¿Disculpe? —parpadeó sin comprender su pregunta. 

La mesera se rio suavemente, tapándose la boca con una mano. Le agradó su risa; era cristalina, fina y fresca—: Perdóneme. Es que le he llamado muchas veces y no me ha respondido. Usted estaba tan absorto en el paisaje que pensé que a lo mejor había alguien acechándolo. Ya sabe... uno de estos que espera pacientemente a que usted salga y lo mate por la espalda con un cuchillo en un callejón sin salida. 

El quid de la cuestión de géneroWhere stories live. Discover now