Palermo, Sicilia, 21 de Diciembre de 1896.
Estimado Detective Yap,
Estoy obligada a advertirle que el contenido de esta carta puede resultar de extremada repugnancia para un ser de creencia como usted, mas este tranquilo que leer dichos actos no es realizarlos por lo que su paso al paraíso está despejado, o por lo menos de mi parte. No me malinterprete, también creo en ese Dios bondadoso y perdonador, en la única cosa que no creo es, debo aclara, la justicia.
Sin embargo, sé que un ser de honor como usted no pondrá objeciones o dudas de la procedencia de este sobre y lo leerá fervientemente, por qué detective, usted dirá que lo hará para darles paz a las familias y a las víctimas, pero en lo más profundo de su ser tiene curiosidad. Tiene curiosidad de saber cómo soy, qué me impulsó, sí hubo otras víctimas, el motivo de mi desaparición… hasta si lo disfrute.
Herí su ego tantas veces detective… ¿Como nunca pudo atraparme? Me pasee delante de usted, camine bajo sus narices, los saludé entre sus vigilancias, ¡hasta hable con ustedes en el hospital! Pero nunca logró ver quien era.
¿Por qué ellos? ¿Cómo lograba salir y entrar de las escenas sin que me vieran? ¿Cómo mis víctimas nunca se esperaron su muerte? ¿Cómo nadie sabía nada de mí? Pude ver en su mirada esas preguntas tantas veces detective, lo frustraba.
Fui como un fantasma ¿verdad? Debo confesarle que me divertía, pero en el momento que usted arribó en el viejo, sucio y despreciable puerto de Palermo, quede deleitada. Deleitada con su insistencia y tenacidad, mi obra estaba completa. Usted era el último personaje que me faltaba. El personaje principal.
Semanas antes de que usted llegara, se corría la voz de que un joven detective Francés venía a detener al asesino de guante de encaje blanco. Debo resaltar dos detalles, el primero es el simple hecho de su inesperada altura y buen parecer, pero sobre todo su carácter reservado y la firmeza de sus opiniones. Segundo, ¿Tan delicados eran los asesinatos para que me relacionaran con algo tan elegante como aquel accesorio? Recuerdo que aquel nombre le resultó ridículo y reprocho severamente a las autoridades locales sobre el mal manejo de las pistas. O mejor dicho, el nulo manejo de las mismas.
Luego del primer acto, ellos se delimitaron a recoger el cadáver y depositarlo en la cripta, sin autopsia, sin investigación, sin sospechosos; aquello fue demasiado aburrido y decepcionante, ¿acaso había gastado energías y recursos en vano?
Pero dígame, ¿usted qué haría en mi lugar ante tal menosprecio? Obviamente que seguir intentando. Los humanos somos seres caprichosos y narcisistas detective, por más que intente negarlo, lo sabe.
Pese a que me encantaría seguir cuestionando y respondiendo detective, no me dirijo a usted para incomodarlo. Me dirijo para indicarle el motivo de mis actos, describirle detalladamente los mismos y quizás confesarle el único secreto que pensé me llevaría a mi tumba.
Conocía a cada uno de ellos, y debo admitir, sabía cómo morirían desde hace tiempo, sin embargo, debo disculparme con Gioconda y su familia. Aquella joven no estaba en mis planes, fue daño colateral detective. Si bien la conocía y a varios de sus secretos, era una joven amable a la cual la vida había castigado con un hermano de reputación que lo precedía ¿sabe a quién me refiero, no? Acto tres, detective, acto tres.
Como usted rápidamente sugirió, Alonzo no fue mi primer acto. No fue el primero ni el último. Lo estimaba lo suficiente como para desear detener el sufrimiento que la sociedad le otorgaba, ¿sabe cuántas veces escuché decir “Pobre Alonzo”? la cantidad justa y necesaria como para centrar mi atención en él.
Era un joven desgarbado y poco atento, que utilizaba su fama de buen hombre para sacar provecho de cualquier situación. Las cenas en su casa eran lo que los clérigos describirían como el infierno, mirará para el lado en que mirara veía pecados. Usted se imaginara cuán frecuente eran dichas cenas. Nunca supe que era más desagradable, si el desespero con el que su padre engullía la comida o la perseverancia de su madre por la perfección.... si tan solo hubiera sabido en lo que su hijo estaba metido.
Recuerdo aquel lunes con bastante detalle, el sol había desaparecido hacía semanas y las únicas luces que iluminaban las lagunas que llamamos calles, eran los relámpagos y truenos, seguido de ellos, el grito desgarrador de su madre al encontrarlo. Tengo la imagen mental de mí misma como fiel espectador de todos los escenarios, ¿acaso usted no había dicho que el asesino siempre volvía a la escena del crimen? No pudo estar más en lo correcto. Volví, una y otra vez, y aun así me ignoraron.
Fue mi primer acto en la ciudad y la policía lo trato tan desastrosamente que deberían avergonzarse de hacerse llamar agentes de la ley. Alonzo descansaba en su cama, con las celosías cerradas y su traje de los domingos puesto; tenía sus manos sobre su abdomen y la Biblia bajo ellas. Junto a su cama, en la mesita de noche, una vela consumida y una caja pequeña aparentemente vacía.
No había sangre. No había heridas. Ni sogas. Ni agujas. No había nada que indicara un homicidio. Según el reporte, Alonzo se habría acostado el domingo a la noche y habría caído en un letargo tan profundo del que le fue imposible despertar. ¿Cómo era posible que, aquel hombre de colosal beber, soberbio comer, y por si fuera poco, que gozaba de una misericordiosa disposición a las pruebas de diferentes especias fuera a morir en cuestión de horas? Más aún, sólo en su cuarto, en falta de compañía de dudosa reputación.
Como le comente anteriormente, las autoridades no examinaron ni la habitación ni el cadáver, y dejaron que la enlutada familia le diera sepultura en la cripta familiar donde se recibió un cadáver y tres almas. Se podrá imaginar el dolor de aquella madre, que perdió a su hijo un lunes y se enterró junto a él un miércoles. Su vida entera ya no importaba nada.
Los días siguientes fueron rutinarios detective, levantarme temprano y abrir la ventana para ver bajar por el camino de tierra a una figura menuda con una rosa roja entre las manos. Dicha figura se dirigía al cementerio, donde el cuidador hacia reverencia y miraba con pena a la enlutada mujer. Ella entraba a la cripta y dejaba la rosa junto a la estatuilla, mientras sin sacarse la mantilla negra que le cubría el demacrado rostro, rezaba por una respuesta a lo sucedido. Dudo que la haya recibido en algún momento.
Por mi parte, también lo visitaba. Fui a su casa y hable con su madre, ¿acaso una madre no debería reconocer al causante de la desdicha de su hijo? Ella no lo logro y mucho menos su padre, quien estaba ausente desde aquel funesto día. Ambos repasaban una y otra vez las últimas horas de su hijo, cómo fue la cena, que bebió, si estaba vestido decentemente pero sobre todo, su padre se preguntaba qué había en aquella pequeña caja.
Se cuestionara la razón de mi excesiva preocupación por su madre, pues verá detective, en parte siempre me sentí identificada con ella, con su obsesión con la perfección y el simbolismo de las cosas, ¿irónico no? Tanta preocupación por los detalles y no se aseguró que su hijo estuviera completo antes de entregarlo para siempre.
El sepelio fue lo que él hubiera adorado, pomposo y lleno de mujeres lamentando su muerte. Su madre lloraba, consolada por su hermana y su hija, mientras su marido inmóvil miraba detenidamente al sacerdote. Continúo preguntándome que cruzaría por su mente en esos momentos. Seguramente seguiría pensando en la caja.
Estoy convencida de que, si su padre hubiera sido el juez o las autoridades, habría mandado a examinar todo el recinto. Pero no lo era, y no lo hicieron. La pequeña caja era una chocolatera detective, y dentro estaba lo que usted más tarde llamaría mi firma. Una pequeña orquídea abejorro. Ophrys Bombyliflora ¿eso no le da una pista de dónde provengo?
No obstante, ni la flor, ni el pasaje de la Biblia que marque, ni la vela consumida o como Alonzo descansaba tienen que ver. Lo que a usted le interesa estaba en el chocolate, ni más ni menos que un relleno tan sutil y repulsivo detective, no tiene idea de lo que tuve que hacer para conseguirlo. Una pequeña mezcla de arsenalito y cantarela, debería agradecerle a la familia Borgia por recordar su elaboración y mantener activo su uso, pero sobre todo, por no hacer público su antídoto. Así mismo, debo recordarle que no solo nosotros utilizamos el arsénico y sus variables como mazo de justicia detective, sino que sus propios compatriotas lo utilizan, créame que estuve muy tentada a plagiar a su compatriota Hélène Jégado y utilizarlo en la cena. Pero no lo hice. Quizás hubiera debido, de aquella manera usted hubiera estado desde marzo en mi juego.
Será de su interés saber que pase aquel domingo de marzo con Alonzo, su familia, el resto de las víctimas y mi madre, esto debido al anuncio del compromiso de su hermana menor con Dorian Moon, lo que conllevo a una cena de rencores e hipocresías; Para cuando Alonzo se dirigió a su habitación el domingo por la noche tras haber cenado con todos nosotros, se encontró con la pequeña caja sobre su cama, la vela previamente encendida no le causo curiosidad y se delimitó a obedecer lo que mi manuscrito le ordenaba. Pobre Alonzo, tan ingenuo y confiado, saboreo uno a uno los bombones con relleno de aparente caramelo, ¿sabe que tanto el arsenalito y la cantarela son indoloros e insípidos? Mordida tras mordida su mente no se imaginaba lo que estaba sucediendo. Sin embargo, el arsénico por sí mismo no lo mato, imposible que lo hiciera tan rápido por lo que culpo a todos los excesos de los que él había gozado, una combinación peligrosa si lo piensa bien detective.
Ocho días más tarde, un grupo de niños que corría tras un balón encontraron a Darío. De manos atadas frente a su pecho, él descansaba contra la pared y casi parecía que estuviera rezando, tenía mi rosario en sus manos detective. Tras este hallazgo, lo mandaron a llamar.
Darío Di Castro fue, debo decirle, todo un misterio para mí. De compostura delgada y fulminantes ojos azules, su semblante serio no hacía más que atraerme, era el tipo de muchacho sobre el que uno lee en las novelas de Jane Austen. Sin embargo, aquello no fue suficiente, y debo confesarle, fue a quien más me costó matar. Pero debía hacerlo.
Cuando a la madrugada del martes fui al lugar previamente acordado con Cosimo, quien planeaba fuera mi víctima, me encontré con el joven Darío en su lugar, vestido con andrajos de clase baja y una boina sobre su cabeza. Enseguida comprendí que había escapado de su casa sin que sus padres se enterasen y que habría obligado a alguien de su servidumbre a darle las ropas. Apenas verme, estalló en risas. Fue en ese corto momento que no pude contenerme y todo lo planeado para Cosimo se destinó al atrayente Darío.
En mi manga izquierda tenía la navaja de albacea escondida, con las medidas perfectas para entrar en mis manos, había pertenecido al mismísimo Darío hasta hacía un año. ¿Qué hacía una navaja española en manos de una chica Italiana? Pues Jean Baptiste, en ese caso, ¿Qué hace un detective Francés investigando asesinatos Italianos? Pero sobre todo, ¿Qué hace un asesino confesándose ante un detective?
Durante la autopsia su compañero inglés concluyó que había muerto rápido y sugirió que quizás lo había hecho esa misma noche al segundo corte. Solamente en ese punto se equivocó. Darío no murió por las heridas producidas por la diminuta navaja española, sino por la presión que ejerció su fémur parcialmente fisurado por una caída, sobre la arteria, pinchándola y logrando que se desangrara lenta y dolorosamente. Quizás esa parte es la que lamento más, que haya sufrido lo que sufrió.
Y tras todo esto, usted llegó.
El miércoles transcurrió para el pueblo como un día normal pero para Arcangelo Azzará, quien ya había enterrado dos amigos, fue como si estuviera esperando al verdugo. Desconfió hasta de su sombra y se encerró a sí mismo en su habitación, negándose incluso a comer y beber cualquier cosa que no fuera hecha frente a sus ojos.
Arcangelo tenía lo que se llamaría una apariencia angelical, tal y como su nombre lo indicaba, su cabello castaño y sus ojos verdes le daban ese toque calmo e importante que se supondría debía tener. Su verdadera naturaleza no podía ser más distante, si bien sabía comportarse frente a sus mayores, cuando el borbón llegaba finalmente a su sistema, su temperamento no era el mejor. Las marcas en la espalda de su víctima lo demostraban.
Su padre, juez del supremo tribunal, le había ordenado que acabara con sus visitas nocturnas a las casas de compañía y que se mantuviera alejado de cualquier mujer que ellos no aprobaran. Pero un hombre no cambia sus costumbres por meras órdenes, como un león no cambiaría una cebra por hortalizas.
Desesperado, se sentó en el borde de su cama. Su camisa blanca contrastaba contra el oscuro chaleco y las franjas verticales del mismo lo hacían ver más esbelto. Sus hombros tensos demostraban lo frustrado que estaba. Me acerque tranquila, muy despacio y con la bolsa de arpillera en mis manos. La pase por su cabeza y jalé la cuerda, el nudo que él mismo me había enseñado se apretó contra su tráquea, imposibilitando el paso del aire. Se levantó de golpe, intentó zafarse pero todo fue en vano. Cuanto más se movía, más la cuerda se apretaba y menos aire le quedaba en sus estragados pulmones. De repente, se detuvo, giró su enfundada cabeza hacía mi dirección y se dejó caer. Agonizaba en susurros, pidiendo perdón y misericordia por todos sus pecados. No quite a bolsa, ni la cuerda, ni deje marcas en la Biblia. Lo deje en el suelo, como si fuera una bolsa de basura y deposite una orquídea sobre su cama.
Si bien era joven y su reputación mala, su madre clamó que investigarán y su padre escribió a sus fieles amigos que lo seguían como un perro para que aclararan la muerte de su único hijo varón.
Para cuando llegó el jueves, el pueblo entero desconfiaba de la vida. ¿Cómo era posible que aquellos jóvenes estuvieran muertos? el pobre Alonzo, el educado Darío, el galante Arcangelo. Todos con mortajas puestas en las criptas de sus familias, donde los iban a visitar, a unos más que otros, y donde los tres descansaban con varias cosas en común. La palidez y rigidez de la muerte, el secreto de su causa y aquella sonriente orquídea entre sus manos.
Fue a la salida de la cripta de los Azzará cuando pude captar a otra de mis víctimas, la primera mujer y la principal causante de todo el problema. No fue difícil deshacerme de ella, era menuda de físico y tenía una salud totalmente indeseable.
Francesca era la presa fácil. De grandes ojos marrones, y más liviana que una pluma, solo bastó un golpe por la espalda para que cayera sobre el barro y la lluvia le impidiera levantarse. Tal como ella había sujetado la cabeza de su víctima haciendo que tragara barro y se ahogara con la mugre de las calles de Palermo, la maté yo.
Solamente cuando me asegure que no despertara, me aleje. Recuerdo lo complicado que fue dejar la orquídea en su ojal, era tan pequeño que el tallo no entraba.
Hacía el viernes tanto usted como yo estábamos exhaustos, usted no había parado de investigar y yo lo había imitado. Leyendo una y otra vez cada publicación hecha sobre los asesinatos o los reportes forenses realizados por su amigo inglés, quien no guardó detalles de los cuerpos y en parte agradezco eso, así como repasando con usted cada escena. ¿Acaso no vio que yo notaba cosa que el resto pasaba por alto?
Debo confesarte Jean Baptiste, que al principio no me preocupo el hecho de que me descubrieras, trabaja contigo pero cuanto más te conocía, cuanto más me involucrabas en los casos y reprochabas ante cualquier intento por parte de los policías o médicos de dejarme fuera de todo por el simple hecho de ser mujer, que me aterró el mero pensamiento de tu muerte en mis manos… o el de herir tus sentimientos. Sucedió justo frente a la comisaría, Cosimo no murió allí, todo el sufrimiento que soportó Darío estaba destinado a él y logró escapar. No tenía intenciones de que el caballo lo dejara mal herido y que soportara la fría noche, pero cuando lo hizo y los médicos hablaron de un día a día en donde todos debían rezar por su bienestar, me asuste.
Tras seis días de agonía, Gioconda no se movió de su lado, y aquí es cuando me detengo, suspiro y pido perdón sujetando el crucifijo que cuelga de mi cuello. Ella no merecía a aquellos hombres en su vida.
El caballo que se escapó con el carruaje y golpeó a Cosimo me aligero el trabajo, solo tuve que escabullirme en su dormitorio el viernes a la mañana para acabar lo que había comenzado semanas antes. Estaba tan débil, con su cabello castaño sobre la blanca almohada, parecía un niño inocente y sin preocupaciones por primera vez en años, la suavidad de la almohada de plumas contra su rostro fue el único toque gentil que creí debía merecer.
Pese a todo, no pensé que Gioconda no pudiera tolerar la muerte de su amado y la de su hermano con semanas de diferencia, era tan dulce e inocente en aquel momento que creí podría soportarlo. Ahora veo que me equivoque demasiado. El desespero de la doncella de los Tordo al entrar en el precinto es algo que no podré olvidar, como sus cabellos se pegaban con el sudor a su frente y sus ojos miraban aterrorizados hacia todos lados en busca de alguien que comprendiera su media lengua. Las gotas de sangre ajena que corrían por su rostro y cuello demostraban lo peor, eran salpicadura de un simple corte en la yugular. Nunca debí dejar dos orquídeas Jean Baptiste, debí habérmela llevado.
Si bien recuerdas fue un sábado el último día que supiste de mí. El mismo sábado en el cual tras el entierro de Cosimo y Gioconda, se sintió el repiqueteo de las cachiporras en los postes de hierro, habían encontrado otro cuerpo.
Dino comprendía lo que pasaba y aceptaba su destino. Recuerdo el fuerte viento contra mi capa mientras caminábamos sobre la colina, apenas podía caminar por el alcohol que poseía en su sangre y sus cabellos rojizos le tapaban los ojos. Se giraba hacía mí y decía “Anda, hazlo”. Yo solamente caminaba Jean Baptiste, solo caminaba. De pronto, me detuve, Dino estaba justamente donde lo quería, donde la policía había encontrado el cuerpo de aquella inocente niña de trece años.
“Anda, hazlo, ¡HAZLO!” gritaba, sus ojos no mostraban ni el más remoto recuerdo de la niña, apenas y sabía dónde estaba. Di un paso. Luego otro. Otro. Y otro. Dino ahora estaba a un paso del abismo, a un paso de mi salvación. Con la mano derecha, aquella que no me había lastimado al atacar a Darío, saque mi orquídea de mi bolsa y se la entregue a él. Las lágrimas en sus ojos eran todo lo que necesitaba ver, había entendido lo que sucedía, había entendido quien era yo. “Gamma” murmuro y tal como aquel murmullo, se dejó caer, sosteniendo mí mirada tanto como pudo, hasta que su espalda dio con las filosas rocas de la orilla.
Seis días. Seis días de separación entre muerte y muerte. Ellos sabían que sucedería detective, cargaban con aquel peso en sus espaldas desde hacía mucho tiempo y la espera los mataba internamente. Aquel grupo disparejo de jóvenes lujuriosos y asquerosamente ricos cargaban con la muerte de una inocente muchacha y de un pobre diablo que pasaba por ahí, sobre sus espaldas. Lo único de lo que soy culpable es de liberarlos. Detective, no me crea un monstruo por vengarme de quienes provocaron mi mal y el de mi familia, sé que por más que lo intente no podrá perdonar mi engaño, tampoco le pido eso.
Pase la madrugada del sábado anterior a mi desaparición observándolo, viendo como su pecho cubierto por la fina tela de la camisa subía y bajaba, como apretaba los labios cuando algo en su sueño no le parecía justo. Era algo que se podría calificar como costumbre, adentrarme en su habitación, observarlo y debatirme en cuanto al destino de mi personaje principal, si seguir mi venganza o tener piedad, a fin de cuentas está leyendo esto ¿no, Jean Baptiste?
Tuve que irme Jean, de otra manera el destino sería inevitable, confié y sigo confiando demasiado en tus habilidades como para creerte tan crédulo de nunca descubrirme y sé que de hacerlo, tu conciencia no te dejaría tranquilo con mi presencia cerca.
Sé que debería haberme referido a tu persona en todas estas páginas como detective, pero no puedo Jean, es lo único de aquellas semanas que quiero no olvidar. Nunca debí dejarte entrar en mi mundo y tú tendrías que haber hecho lo mismo, pero tu carácter y tu pensamiento parisino no te lo permitía, y le abriste tu mundo a una siciliana que soportaba las atrocidades del ser humano. Te recordaba a ti mismo.
Seguramente te preguntes porque luego de seis meses de mi aparente desaparición, te confieso estos datos, pues detective Jean Baptiste, para su sorpresa soy humana y tengo sentimientos como usted.
Estoy completamente segura que nos volveremos a encontrar y quizás, esta vez, logré identificarme pero debo preguntar ¿me detendrás?Gemma.
P.D: Cuida de mi pequeña orquídea”
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Estimado Detective (Original)
RandomHISTORIA PUBLICADA POR PROTECCIÓN DE DERECHOS DE AUTOR, PRÓXIMAMENTE REEDICIÓN. 《...Tuve que irme Jean, de otra manera el destino sería inevitable, confié y sigo confiando demasiado en tus habilidades como para creerte tan crédulo de nunca descubri...