Capítulo 4

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Beckwith asintió con los ojos brillantes por los recuerdos de tiempos mejores.
-Era la alegría y el orgullo de sus padres. Cuando se le ocurrió la absurda idea de inscribirse en esa carrera, sus padres y su hermano se pusieron histéricos y le suplicaron que no fuera. Pero cuando llegó el momento de comenzar se reunieron todos con el para darle su bendición.
____ estiró uno de sus guantes.
-No es muy frecuente que un joven, sobre todo con estabilidad economica, decida hacer una carrera como tal, ¿verdad?.
-No dio ninguna explicación -intervino la señora Philpot-. Sólo dijo que tenía que seguir a su corazón dondequiera que le llevara. Se negó a comprar el resultado como hacía la mayoría de la gente, e insistió en conseguir la victoria por sus propios méritos.
-La victoria -murmuró ____.

El precio de la victoria fue muy elevado. Su mejor amigo Nelson ganó la batalla, pero perdió su vida, como muchos de los jóvenes que lucharon por la misma a su lado.
Sus deudas estaban saldadas, pero Marc Márquez seguiría pagando el resto de su vida.
____ sintió un arrebato de ira.
-Si tiene una familia tan fiel, ¿dónde están ahora?
-Viajando por el extranjero.
-En su residencia de Londres.
Después de responder al unísono, los sirvientes intercambiaron una mirada de vergüenza. La señora Philpot suspiró.
-El joven Márquez pasó la mayor parte de su juventud en España. De todas las propiedades de su padre, siempre fue su favorita. Tiene una casa en Londres, por supuesto, pero teniendo en cuenta la crueldad de sus heridas, su familia pensó que sería más fácil que se recuperara en el hogar de su infancia, alejado de la curiosidad de la sociedad.
-¿Más fácil para quién? ¿Para él o para ellos?
Beckwith apartó la vista.
-En su defensa debo decir que la última vez que vinieron a verle los echó de la finca. Por un momento temí que ordenara al guarda que les soltara a los perros.
-Dudo que fuera tan difícil librarse de ellos. -____ cerró un momento los ojos e hizo un esfuerzo para recuperar la compostura. No tenía ningún derecho a juzgar a su familia por su falta de lealtad-. Han pasado más de cinco meses desde que resultó herido. ¿Le ha dado su médico alguna esperanza de que pueda recuperar algún día la vista?
El mayordomo movió la cabeza con tristeza.
-Muy pocas. Sólo hay uno o dos casos documentados en los que se ha logrado recuperar la vision.
____ inclinó la cabeza.
El señor Beckwith se levantó. Con sus mejillas carnosas y su expresión abatida parecía un bulldog melancólico.
-Espero que nos perdone por malgastar su tiempo, señorita Wickersham. Sé que ha tenido que alquilar un coche para venir aquí. Y estaré encantado de pagar de mi bolsillo su regreso a la ciudad.
____ se puso de pie.
-Eso no será necesario, señor Beckwith. De momento no voy a volver a Londres.
El mayordomo intercambió una mirada de desconcierto con la señora Philpot.
-¿Disculpe?
____ se acercó a la silla que había ocupado en un principio y cogió su maleta.
-Me quedaré aquí. Acepto el puesto de enfermera del señor Márquez. Ahora, si son tan amables de pedir a uno de los criados que recoja mi baúl del coche y mostrarme mi habitación, me prepararé para comenzar con mis obligaciones.

-


Aún podía olerla.
Como si quisiera torturarle recordándole lo que había perdido, el sentido del olfato de Marc se había agudizado en los últimos meses. Cuando pasaba por las cocinas podía decir al instante si Étienne, el cocinero francés, estaba preparando un fricandó de ternera o pastas para tentar su apetito. El mínimo rastro de humo le informaba si el fuego de la desierta biblioteca había sido avivado recientemente o estaba apagándose. Mientras se derrumbaba en la cama en la habitación que se había convertido en una guarida más que en una alcoba, le asaltó el rancio olor de su propio sudor pegado a las sábanas arrugadas.
Era allí adonde había regresado para curar sus heridas, donde daba vueltas por las noches, que sólo se distinguían de los días por su silencio sofocante. Entre el crepúsculo y el amanecer a veces se sentía como si fuera el único ser vivo en el mundo.
Marc apoyó el dorso de la mano sobre su frente y cerró los ojos siguiendo un viejo hábito. Al entrar en el salón identificó inmediatamente el agua de lavanda que usaba la señora Philpot y la loción capilar de almizcle que se echaba Beckwith en el poco pelo que le quedaba. Pero no reconoció la fresca fragancia que perfumaba el aire. Era un aroma dulce y agrio, suave y atrevido a la vez.
La señorita Wickersham no olía como una enfermera. La vieja Cora Gringott olía a naftalina, y la viuda Hawkins a las almendras amargas que tanto le gustaban. Pero la señorita Wickersham tampoco olía a la solterona marchita que parecía cuando hablaba. Si el tono de su voz era indicativo, sus poros deberían emanar una mezcla venenosa de col podrida y cenizas.
Al acercarse a ella descubrió algo más sorprendente aún. Bajo ese limpio aroma cítrico había un olor que le volvía loco y nublaba lo poco que le quedaba de sus sentidos y de su buen juicio.
Olía a mujer.
Marc gruñó apretando los dientes. No había sentido ningún deseo desde que se despertó en ese hospital de Londres y descubrió que su mundo se había vuelto oscuro. Sin embargo, el dulce olor de la señorita Wickersham le había hecho evocar una confusa mezcla de vagos recuerdos: besos robados en un jardín iluminado por la luna, roncos murmullos, la piel satinada de una mujer bajo sus labios. Todos los placeres que nunca volvería a conocer.
Cuando abrió los ojos descubrió que el mundo seguía envuelto en sombras. Puede que lo que le había dicho a Beckwith fuese cierto. Puede que necesitara los servicios de otro tipo de mujer. Si le pagaba lo suficiente es posible que fuese capaz de mirar su cara sin sentir repugnancia. Pero ¿qué más daba que lo hiciera?, pensó Marc soltando una ruda carcajada. Nunca lo sabría. Mientras cerraba los ojos y se imaginaba que era el caballero de sus sueños, él podía suponer que era el tipo de mujer que susurraría su nombre y le haría promesas de lealtad eterna.
Promesas que no tenía ninguna intención de cumplir.
Marc se levantó de la cama. ¡Esa maldita mujer! No tenía derecho a tentarle tan amargamente y a oler tan bien. Menos mal que había ordenado a Beckwith que la echara. Así no tendría que volver a preocuparse por ella.

El amor es ciego [Marc Márquez]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora