Una noche

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En medio de la oscuridad de la habitación, Juan Pedro de pronto deja que sus manos se acerquen un poco a su amigo. No está ebrio, pero quiere pretender que sí, pese a que ni siquiera siente mareos. Ve con claridad el rostro pálido de Manuel.  Desde que llegó de su viaje por Europa y se encontró con ese viejo amigo sudamericano, empieza a sentirse bien. Le gusta tenerlo en México, en su casa de verano, bien lejos de sus preocupaciones, también de su hermana. Sólo rodeado de la belleza de los pueblos más pequeños de su querido México. Nada más que eso y el rostro que tanto gustaba de contemplar; como un vicio secreto que temía admitir. El mismo vicio de escapar a esos pequeños rincones. 

El chileno para él no era como el resto de sus conocidos. Tenía algo especial que ni las mujeres atractivas, o sus amigos tenían. No era un chico alegre y carismático, ni tenía el encanto que podría tener algún hombre de por ahí; por el contrario, era más bien serio y reservado; rara vez se le veía con una sonrisa en su rostro. Y si bien, no era alguien propenso a la tristeza,  si tenía baja tolerancia a la frustración. Era una persona algo pasional y con un carácter especialmente fuerte... Sin embargo, parecía ser que cuando estaban solos había cierta complicidad, pues sólo con él parecía revelar otras facetas.

De pronto le sonreía, dejaba sus manos tocar su rostro. Manuel le estaba entregando una sonrisa llena de amistad y ternura, pero al mismo tiempo, traviesa y con cierta sensualidad. Sus ojos estaban fijos en él y de repente, bajaba su vista hacia sus labios... Tal vez, un poco más abajo de su rostro, pero subiendo con rapidez. Sin brusquedad alguna, pues no parecía tímido ni tampoco inseguro de mirarlo. La confianza en su mirada no hacía más que provocar aún más esa sensación placentera en Juan Pedro. ¿Cómo es que mirarlo con esa dedicación era tan satisfactorio? Por un momento, se sentía realmente ebrio, a pesar de que no lo estaba. 

Estaba embelesado por su rostro, por todo lo que le comunicaba con tal sólo mirarlo. Él no estaba estirando sus manos, no estaba moviéndose de su lugar. Estaba en la misma posición que antes, con el rostro quieto, pero no podía evitar sentir que, en esa mirada, le estaba dejando una oportunidad para que el momento fuera algo más que el roce de sus dedos en sus tersas mejillas y un par de suspiros saliendo de sus bocas.

Era la mirada de dos grandes amigos que no pueden evitar quererse. Es la hermandad que han cultivado durante años, la confianza que han colocado en guardar sus secretos y permitirse esas libertades que con otros amigos no se permitirían. ¿Quién más que Juan Pedro vería a Manuel en su faceta más sincera e infantil? ¿Quién más que Manuel vería a Juan Pedro despojarse de toda traba? La sinceridad con la que se hablaban era única. Había secretos que- con o sin alcohol- se confesaron en aquellas largas noches que pasaban juntos. Conversaciones sin fin, que continuaban en cada encuentro que tenían, incluso si pasaba el lapso de un año sin verse y pocas correspondencia mutua entre ambos. Simplemente, ese era un momento de ellos, una tradición que nadie más podía celebrar. 

Seguramente, si alguien más intentaba hacerlo, a ambos se los comerían los celos. La terrible idea de pensar que su compadre tiene a quién más confesar sus penas y alegrías, y que ya no le necesita, es un miedo que ocultan bajo ese velo de esas facetas que muestran frente a los demás; el frío Manuel no parece interesarse por muchas personas, y Juan Pedro no sería capaz de confesar cuanto le afecta la idea de perder a su compadre, porque no quiere ver como se derrumba su hombría. 

Pero aunque no lo dicen frente a nadie, esa sentimiento lo entienden y lo saben. Basta con sólo estar juntos una vez para saber que los celos y el dolor de ser reemplazados es real. Y basta también con permitirse esa estancia de intercambiar miradas, para saber que no podrían reemplazar al otro. 

Juan Pedro, incluso cegado por su inseguridad, sabe que lo quiere como nunca ha querido a nadie. Sabe que su corazón late con una alegría genuina cada vez que lo abraza para saludarlo. ¡Qué maravilloso es cada reencuentro con su Manuelito! ¡Su mejor amigo! Cada vez que lo ve, quiere bajarse del mundo para estrecharlo entre sus brazos y no permitirle escapar. Quiere tomar todo el dinero que tiene y escapar con él a cualquier casita de verano, o encerrarse con él en algún bar de pueblo donde nadie los conozca, con la excusa de beber, cuando lo que desea realmente es sentarse en uno de esos toscos taburetes a su lado, sólo para sentir el tacto entre sus rodillas, su hombro con el de él pegaditos cuando están un poco borrachos, y su respiración con el aliento del tequila chocando frente a su rostro.

Quiere ver su torso desnudo mientras pregunta para usar la ducha, sentirse especial por esa confianza, y a su vez, arder en celos por el temor de que pueda ser así con alguno de sus amigos... ¡Sentirse a morir! Porque moriría si su Manuel mostrara su cuerpo frente a otros hombres que no fuese él. Sentía su amistad traicionada. Sentía que Manuel ya no era suyo...

Aunque en verdad, Manuel no era suyo. Ni él tampoco se había entregado jamás a Manuel, por más que las ganas de sentirse sólo de él se lo comieran por dentro en momentos así. 

Quería inclinarse y besar cada rincón de su rostro. Abrazarlo, como aquellas veces que lo recibía después de un largo viaje... Quería aprovechar que sus alturas eran similares para apegar cada parte de su cuerpo a la de él, sentirlas a través de la ropa, trasmitir el calor de su piel a la suya, que tan helada era... Tomar sus manos, acariciar con sus dedos toscos esas manos huesudas, de dedos largos como las de un pianista.

Pero tenía miedo.  Porque incluso presumiendo frente al mundo su hombría, sabía que era un cobarde. Constantemente evadía su responsabilidad en la ciudad junto a su hermana, el agobio, la tensión y hasta sus propios sentimientos por la cobardía de afrontar la realidad y las consecuencias que esto conllevaría. ¿Cómo tomar los labios de un hombre igual que a una mujer? ¿Qué sucedería si Manuel no le correspondía? O peor aún: ¿Qué sucedería si Manuel se atrevía a corresponder?... 

Y sabía que lo haría. Manuel moría de ganas por corresponder un beso de Juan Pedro, de abrazarlo y ser abrazado tal cual Juan Pedro deseaba. Quería enterrar los dedos con furia sobre su espalda y aspirar el aroma que emanaba de su cuerpo, hasta no recordar ningún aroma que no fuese aquel. Quería conducirlo a ir cada vez más lejos si tal vez, se atrevía por fin a dar el primer paso.

Manuel no solamente lo deseaba. Él amaba a su Juan Pedro como a ningún otro ser en la tierra, y anhelaba transformarse en su amante de la forma más genuina posible. Suspirar de amor en la intimidad de la casa de verano, o en una cabaña perdida en los puebluchos de las regiones. Gozar de ese amor prohibido que tanto había deseado.

Pero él quería ser amado. No quería atreverse aún a amar primero. Tenía en su cabeza cientos de miedos asechando. ¿Cómo iba a besar a Juan Pedro? Podría empujarlo y decirle que era un maricón. ¿Cómo acercarse más de lo que ya lo hacía? O lo más trágico: ¿Qué hacer si realmente su sueño se vuelve realidad? No le restaba más que esperar que Manuel le demostrara lo que sentía y reaccionar.

 ¿Sería acaso posible perder su amistad? Probablemente no. Pese a la inseguridad y los terribles celos, la amistad que ambos sentían era la de aquellos amantes de antaño. Era una amistad como la de los griegos, o mejor aún: La Jonathan y David. Confianza y solidez, complicidad y cierto aire amoroso imposible de negar, incluso en un mundo donde no pueden amarse. El mismo deseo de los condenados a muertes, el mismo amor que Gilgamesh le dio a su amigo Enkidu para protegerlo. Un amor puro más allá de lo que la concepción de la pureza; por supuesto, puro porque es único y auténtico; hermoso e inocente, pese al deseo irrefrenable. La inocencia radica en esa sensación de jamás haber amado antes. Volver a sentirse adolescentes, o niños, porque es un amor que envuelve sus corazones hasta retroceder en el tiempo. Era como vivir el primer amor de la niñez que nunca tuvieron, o ser de otras épocas que nunca existieron.

Por eso mismo, no existía un posible escenario de rechazo entre ellos. No había escenario real donde su amor no pudiera concretarse si finalmente hablaban o dejaban sus cuerpos hablar.

Mas no había nada que hacer frente al miedo. Sólo mirarse, acercarse poco a poco esperando que uno de los dos finalmente se atreva a actuar.

 Disfrutar una noche más de aquel deseo que no se concretaría, de la sensación cálida recorriendo desde su cabello a la punta de sus pies, esperando a dar rienda suelta a ese deseo que estaba en lo más profundo de aquella íntima amistad. 

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Mamihlapinatapai: Una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambas desean pero que ninguna se anima a iniciar

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⏰ Última actualización: Oct 13 ⏰

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