Un armar muda

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El mudo se acomodó en la silla y se rascó la cabeza. Parecía nervioso. Era comprensible.

La mesa estaba saturada por un panteón de objetos diversos, que sería muy difícil encontrar reunidos en otra situación.

El viejo que carraspeaba agregó su pequeña libreta y su lapicera a la colección exhibida sobre la madera pulida, que mostraba un brillo perfecto. Gabriel podía ver su reflejo y el de sus sombríos acompañantes entre los espacios vacíos, que eran pocos.

El viejo que carraspeaba agregó su pequeña libreta y su lapicera a la colección exhibida sobre la madera pulida, que mostraba un brillo perfecto. Gabriel podía ver su reflejo y el de sus sombríos acompañantes entre los espacios vacíos, que eran pocos.

Una persona había llamado particularmente su atención. Una mujer larga y encorvada, que parecía un tallo muriendo. Su piel se veía seca como una lija y sus ojos estaban enterrados y rodeados por las cicatrices del insomnio. Su cuerpo temblaba y había pasado horas llorando en diferentes lugares. Gabriel había notado que le faltaban dos uñas y que tenía los brazos manchados por unos machucones que intentaba encubrir nerviosamente.

—Esto no nos ayuda para nada —exclamó el viejo que carraspeaba. Lo hizo con un tono seco y agitando la libreta frente a los ojos del mudo.

El mudo encogió los hombros y la espalda y pareció reducirse frente a los gestos que acompañaban los gritos.

La mujer de los machucones estalló en llantos, otra vez. Un sollozo trémulo y lastimoso, que se revolcaba con impertinencia en los vacíos. Un sonido que recorría las habitaciones del crucero, hasta diluirse más allá del límite de las barricadas levantadas en los pasillos.

Un hombre de traje marrón y camisa blanca manchada de sudor, el que se encontraba sentado más cerca de la mujer, se acercó titubeante hacia ella y bajó la mano hasta su hombro, pero no se atrevió a tocarla.

El mudo examinó la botella de whisky apoyada sobre la mesa. Constató que estaba vacía y hundió la cabeza entre las manos. Era comprensible que necesitara alcohol. Su esposa había desaparecido hacía tres noches, en un crucero con más de cuatro mil personas a bordo. Habían revisado toda aquella ciudad flotante sin encontrarla.

Gabriel también necesitaba alcohol. No era indispensable que su esposa desapareciera para eso. El aire escaseaba en aquel cuarto. Un hombre se sacaba restos de comida de entre los dientes sin mucha preocupación por disimular. Una niña dormía sobre el pecho de su padre, que al parecer se había cortado al afeitarse. El techo era cada vez más bajo y la luz incandescente le ardía en los ojos.

Se levantó de la silla y abandonó la habitación para salir al pasillo. El llanto lo siguió como una telaraña adherida a la ropa. Una alfombra azul con diseños geométricos se extendía entre las puertas simétricas e infinitas.

Mientras deambulaba en busca de uno de los bares, tuvo la sensación de que alguien lo estaba vigilando. Alguien escondido detrás de alguna puerta o en algún recodo de los pasillos. Las posibilidades eran muchas. Cuatro mil pasajeros y Gabriel no conocía a ninguno. La desolación de los pasillos y los focos redondos se tornaron inquietantes.

Se acercó a la ventana y el sol abrazó su cuerpo. Había algunas personas dispersas por el bar. Nadie detrás de la barra.

Se acercó a la ventana y el sol abrazó su cuerpo. Había algunas personas dispersas por el bar. Nadie detrás de la barra.

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⏰ Última actualización: Mar 13, 2020 ⏰

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