Parte 1 sin título

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Casa Tomada

Él había sido siempre así. Siempre le había dado mucho trabajo a mis padres cuidarlo. Pero lo hacían con dedicación. Porque todo padre ama a su hijo. O por lo menos así era en mi familia. Por un momento pensamos que se mejoraría. Pero no fue así. Empeoró con el tiempo. Cada vez más dependiente, menos adulto.

Le gustaba leer, leía desde fábulas hasta los mejores policiales de Edgar Allan Poe. Pero lo que más apreciaba era la literatura francesa. Nunca me gustó leer. Yo me entretenía tejiendo, tal y como lo hacía mi madre. Él se sentaba a su lado y la observaba. El movimiento de las agujas al enlazar cada punto. Siempre le gustó. Yo también solía sentarme al lado de la mecedora de mi madre, tratando de imitar el ritmo de sus delicadas manos. Mientras tanto mi padre organizaba su álbum de estampillas, las había de todos colores y formas, provenientes de todos los países.

Cuando ellos murieron tuve que hacerme cargo. Decidí mudarme con él a la casa que mis padres habían heredado de sus abuelos.  Era una casa demasiado grande y el silencio la habitaba. No hablábamos mucho.

Por la mañana nos ocupábamos de la limpieza diaria. Él se encargaría de sacar el polvo y yo de trapear el piso. Ambos estábamos de acuerdo con este orden y así lo repetíamos cada día. Al mediodía almorzábamos muy puntualmente como a él le gustaba. Yo odiaba el ruido del silencio. El ruido que la propia inmensa casa emitía. A él parecía agradarle, se quedaba quieto, mirando un punto fijo, imaginándose quién sabe qué en su cabeza. Ninguno se había casado, él nos contó sobre una tal María Esther, pero nunca la conocimos. Hablaba siempre de ella. Un día llegó a casa anunciando su muerte. No hubo funeral ni velatorio. El simple hecho de que hubiese inventado eso en su cabeza nos daba indicios de que su situación empeoraba. Yo sabía que él tenía muy poco tiempo de vida, así que decidí pasar sus últimos días junto a él. Por ese motivo rechacé dos pretendientes.

Me pasaba el día tejiendo, era lo único que me distraía de la mirada perdida de mi hermano mientras los hilos de la canasta se retorcían en pequeños tirabuzones. Todos los sábados él iría al centro a comprar lana, y yo dejaría la elección de los colores a su gusto. Luego pasearía por las vidrieras de las librerías verificando si había algo que no estuviera en su biblioteca.  Yo aprovecharía para recibir a los clientes en la casa. Dentro del pequeño pueblo yo era la única proveedora de ropa de lana.  Él no lo sabía, habíamos perdido todo. Los campos y la cosecha, la vida  fácil de antes.

Un día lo vi abriendo el cajón debajo de la cómoda, donde guardaba las entregas del sábado. No parecía sorprendido. Le gustaba revisar la casa, iba y venía por el enorme pasillo que comunicaba la parte alejada con el living. Deambulaba sin motivos. Le gustaba el lugar.

Ya casi ni hablábamos, él se había tornado más callado. Estaba inmerso en su propio mundo. El silencio invadía el ambiente.

Un día, nunca lo voy a olvidar, se acercó a la cocina a preparar la pava para el mate. Yo observaba por la puerta entrecerrada. Por un momento se quedó helado, no se movía. Con un movimiento rápido cerró la puerta que nos comunicaba con la parte alejada. Miré de nuevo  mi tejido, sin preocuparme. Volvió con una expresión de miedo en su cara. Pálido. Y casi sin pensarlo dijo:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.- lo dijo tan de repente que no tuve tiempo de reaccionar. Solté mi tejido del susto.

- ¿Estás seguro?- pregunté. Me había acostumbrado a seguirle la corriente.

Asintió y se sentó en el pequeño y viejo sillón del living.

-Entonces- dije – tendremos que vivir de este lado.

Mostraba tanta seguridad en lo que decía que decidí seguirle el pensamiento durante esas pocas semanas. Por momentos tenía alucinaciones, escuchaba murmullos y ruidos extraños que nadie más lograba oír.  Pero luego se le pasaba. Aquella vez no. Nunca lo olvidó. No volvimos a abrir la puerta dentro de esas tres semanas. Lo que yo precisaba lo retiraba sigilosamente durante las noches. Él decidió dejar sus libros atrás, y comenzó a revisar los álbumes de papá. Parecía extrañarlo.

Desde el acontecimiento de la toma decidí ayudar en la cocina. Él haría el almuerzo y yo los fríos para la noche. Nos ahorraba mucho tiempo. Tiempo que me servía para terminar los pedidos.

A veces hablaba con él:

-Fijáte este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Pero nunca recibía una respuesta. Sabía que le hacía bien escuchar mi voz, pero a veces me sentía un poco sola.

Por las noches no dormía bien, me había acostumbrado al movimiento de mi hermano en el cuarto de al lado. Tenía una especie de insomnio. De chico siempre dijo que escuchaba mi voz en sueños, para mí no era verdad. Solo la imaginabay con el tiempo se había acostumbrado.

Una noche, antes de acostarnos, él fue a buscar un vaso de agua a la cocina. Algo extraño sucedió, otra vez la mirada perdida se apoderaba de su cara. Se quedó frío, exactamente como la última vez. Supe de inmediato lo que sucedía: las voces otra vez. Me paré a su lado y traté de concentrarme en esas voces imaginarias.

Ni nos miramos. Me apretó el brazo y me llevó hasta la puerta cancel. Cerró la puerta y nos quedamos en el zaguán.

-Han tomado esta parte- deduje. Él me miró con esa mirada vacía. Nunca iba a comprender qué pasaba por su mente en ese momento, lo único que supe fue que se acercaba el momento.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa?- Me preguntó.

-No, nada- respondí inútilmente.

Era de noche, él me rodeó con su brazo. Creo que comencé a llorar. No imaginaba una vida sin él. 

Cerró la puerta de entrada y tiró las llaves a la alcantarilla, olvidando que la puerta trasera había quedado abierta.

Carolina Fraga

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⏰ Última actualización: Dec 02, 2014 ⏰

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