I

8.1K 855 352
                                    


Fidd: así le había apodado al espantapájaros que yacía apenas de pie en los cultivos de la señora Brinz. Tenía dos metros de alto, dos patas de fierro, una jaula vieja para cuervos como torso y dos brazos que llegaban hasta el suelo. Tanto su cabeza como torso se mantenían cubiertos por un saco de papas que, según la señora Brinz, la misma Zei había tejido; aunque aquello solo era una mentira para impresionar a los chicos que atravesaban sus cultivos. Engañar a los pequeños había sido fácil, mas no ocurrió lo mismo con los adolescentes, quienes, en un acto de rebeldía tras una fiesta, le dibujaron una cara de enojo. Cuando la señora Brinz despertó aquella mañana, dio un grito de horror al ver que la sonrisa de su querido espantapájaros poseía unos enormes dientes afilados y ojos más oscuros que la noche. El espantapájaros ya no solo asustaba a las pequeñas aves que se acercaban a los maizales, sino que también espantaba a los chicos que transitaban por el lugar.

A todos menos a uno.

Randy era pequeño y delgado. No tenía amigos, ni personas que lo quisieran. Vivía con sus padres adoptivos al otro lado de los maizales en una humilde casa de madera de un piso que crujía tanto como sus huesos. Su situación económica precaria lo hacía objeto de burlas de sus compañeros; rumores sobre liendres y piojos, un adefesio al que nadie quería tocar. Estaba solo, abandonado por los suyos, así que se aferró a lo único que le gustaba: el dibujo.

Existían tres inspiraciones para él: las personas obesas, los animales muertos y los insectos extraños. Aunque, en ocasiones, le gustaba dibujar lo que él denominaba «Actos», es decir, personas haciendo acciones un tanto grotescas. En ocasiones le pedía permiso al señor Brinz para entrar al matadero mientras este trabajaba para dibujarlo degollando gallinas o abriendo a los puercos. Le fascinaba plasmar en sus blancas hojas lo que muchos llamaban «dominancia». O «muerte». Y lo hacía de maravilla. Por supuesto, su arte era incomprendido entre los demás, muchos lo tacharon de loco cuando, en un movimiento torpe, sus dibujos cayeron al pasillo del colegio, siendo exhibidos a los ojos de personas que se tildaban de «normales».

«¿Tan extraño es dibujar muerte?», se preguntaba mientras era golpeado por sus compañeros en el momento abatido en el que ya no sentía dolor.

Aquel día volvía a oscuras a su casa. Su paso lento y pesado, cansado y adolorido, sonaba bajo sus zapatos con fuerza. Las hojas viejas del maíz chillaban ante su peso igual que los quejidos que Randy había propiciado de manera inevitable ante cada golpe. Se mantenía en pie por pura voluntad, quizás porque no llegar a casa significaba otra golpiza. Su cuerpo pequeño y postura doblada lo hacían ver como una especie de sombra fantasmagórica que deambulaba por los cultivos; si no hubiera sido por la luz de la luna, ni su figura delgada se hubiera proyectado. Apenas respiraba, le habían torcido la nariz y sus fosas nasales se taparon con sangre. La boca le palpitaba por la hinchazón. Y ni hablar de su ojo inyectado en sangre.

Paso a paso, Randy se convencía de usarse como referencia.

Sí, llegaría a casa, se miraría al espejo y...

Se detuvo.

El herbaje se movió con rapidez, como si un animal corriera al acecho de su presa. Escuchó un sonido metálico gastado, el rechinar de una linterna de aceite y una respiración profunda.

—Fidd, ¿eres tú?

Randy creía que el espantapájaros por la noche cobraba vida y lo quería asustar.

Frente al silencio, la idea de que alguien andaba cerca lo perseguía mientras sus pisadas se marcaban en la tierra. Una brisa corrió, lo que incrementó su teoría de que alguien o algo lo observaba en medio de la oscuridad.

Otro ruido. Detuvo su paso al instante.

—¿Quién anda ahí?

El rechinido de la lámpara de aceite le hizo creer que de nuevo se trataba del espantapájaros.

FIDDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora