El canto del océano

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Siempre sentí una atracción especial hacia el océano. Aquel ondulante manto acuoso parecía cantar para mí y me provocaba enormes impulsos de sumergirme en él, aunque estuviese prohibido. El mínimo contacto con la arena húmeda hubiera matado a mi madre de angustia. El mar se había llevado a mi padre antes de que yo naciera y había sido ‹‹la fuente de nuestras desventuras››.

Con una cría recién nacida y sin fortuna, mi madre, había tenido que vender nuestras posesiones para poder sobrevivir un tiempo. Cuando aprendí a gatear estábamos en la ruina y nos vimos forzadas a abandonar el techo que me cobijó desde mi alumbramiento. Iniciamos así una vida errante, de casa en casa, de un familiar a otro. Pero, dos bocas hambrientas resultaban ser un presupuesto tal que, ni el amor parental, era capaz de costear a largo plazo.

Fue difícil conseguir un trabajo donde aceptaran niños. La mayoría de las criadas y nanas dejaban a sus propios hijos para ocuparse de los ajenos. Pero nosotras éramos dos contra el mundo.

A mis cinco años descubrimos que había sido bendecida con un don, una voz cautivante que signó mi destino como artista ambulante y nos proveyó sustento. Viajabamos de pueblo en pueblo. Mi canto atraía gran audiencia, en especial masculina. Cuando terminaba la función la bolsa estaba llena de dádivas, como nuestros estómagos.

Sin embargo, hace poco mamá enfermó de gravedad y tuvimos que acampar, pese a su disgusto, cerca de la playa ya que sus fuerzas le impedían avanzar. Sé que si seguimos aquí, ancladas, su vida acabará pronto y eso me desespera.

El hipnótico sonido de las olas, rompiendo en los acantilados, me llega en sueños trayendo algo de paz pero, al abrir los ojos, todo se derrumba.

Hoy es el fin, mamá apenas respira. Con sus últimas fuerzas señala el océano; la espuma en la arena parece dibujar mi nombre.

‹‹Mi niña›› me dice, ‹‹no te angusties; me voy pero no estarás sola. Te dejo en compañía de las olas.››

Sus párpados se cierran cuando la luz del crepúsculo acaricia el mar turquesa. Un sendero de fuego se pinta sobre agua. Sin pensarlo camino hacia allí y, apenas entro en contacto con el liquido, cambio. Mis piernas transmutan en una larga cola de pez; entonces entiendo por qué su reticencia al océano. Ella sabía que allí me perdería para siempre porque esta es mi verdadera casa y la de mis ancestros.

Me sumerjo por completo. Mi espléndida cola, cubierta de escamas tornasoladas, es sabia. Me impulsa en la dirección correcta y, con cada brazada, una sensación nueva aparece. Las corrientes de agua me susurran la verdadera historia de mi vida y en las burbujas veo materializarse figuras diminutas de otros seres iguales a mí.

Los peces danzan a mi alrededor mientras voces hechizantes cantan en mis oídos, con mayor claridad que en la superficie, y me indican el camino hacia la ciudad sumergida, la Atlántida, hogar de las sirenas, donde mis hermanas aguardan.  

El canto del océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora